Las dos doncellas (Miguel de Cervantes)
IX Episodio de las «Novelas Ejemplares».
Las dos doncellas es la novena historia de las Novelas Ejemplares de Miguel de Cervantes. Aunque bien podría haberse llamado en busca del galán perdido, puesto que el protagonista ausente de la historia es Marco Antonio, a quien se pasan el relato buscando.
Las dos doncellas son Teodosia y Leocadia, quienes, burladas por Marco Antonio, emprenden su búsqueda para exigirle que cumpla la palabra que les dio, restituyendo así su honor. Y las dos tienen la idea de buscarlo vestidas de hombre. Por un lado, para dificultar que sus familias les encuentren, y por otro, para manejarse mejor en los círculos donde se mueve Marco Antonio.
Cervantes vuelve a tratar la moralina acerca de la virtud, de suma importancia en una época en la que el mayor valor de la mujer era su virginidad. Por contra, los hombres podían hacer lo que les viniese en gana (incluso si eran prácticas dudosas para la moral del momento, como deja entrever el autor) sin que ello cuestionase ni su honor, ni el de su familia.
El relato deja escenas interesantes en forma de reencuentros. El de Teodosia con su hermano, y el de Marco Antonio con Teodosia. El primero lo fuerza Rafael, intrigado por la belleza de un joven que llega a la posada poco antes que él. El muchacho se empeña en verlo, pero no se interesa por su valor, riquezas o nobleza, sino por el atractivo que le han contado que tiene. El segundo es el de Marco Antonio con Teodosia, en el que los presentes sólo ven a un paje retozando con Marco Antonio.
Que alguien esté dispuesto a dormir en el duro suelo para contemplar el físico de una persona de su mismo sexo es, cuanto menos, digno de una segunda lectura. Y tratándose de Cervantes es difícil creer que ambas escenas estén pensadas con mero afán cómico. Cervantes, ante todo, era maestro en el arte de decir sin decir.
Resumen de Las dos doncellas

La historia comienza en una venta de Castilblanco de los Arroyos, un pueblo cercano a Sevilla donde una noche llegaron dos caballeros buscando alojamiento. El primero de ellos tendría unos 17 años y llamó la atención de los posaderos y demás presentes por ser un muchacho atractivo, de gran belleza. Descabalgó del cuartago[1] con presteza y se sentó sulfurado junto al portal, con el tiempo justo de desabrochar su camisa antes de desmayarse.
La huéspeda[2], al ver lo sucedido, salió rauda y le echó agua sobre la cara hasta que volvió en sí. Un tanto avergonzado, el mozo recompuso su camisa y pidió una habitación. Como sólo había libre una con dos camas, el caballero pagó un escudo de oro para disponer de ella sin molestias. Declinó cenar, instruyó a la posadera para que cuidasen del caballo y se encerró en el cuarto, arrimando dos sillas a la puerta por si aun con la llave echada alguien intentaba entrar.
Al cabo del rato llegó otro caballero, también joven y bien parecido. Mas la huéspeda le advirtió de la llegada del primero y que, por esa causa, no le quedaban camas libres, de modo que tendría que marcharse. Sin embargo, la apasionada descripción que hizo del primer caballero despertó la curiosidad del segundo, quien insistió en quedarse aunque tuviera que dormir en el suelo. Por ningún motivo se iría sin conocer al misterioso hombre.
Los astros se alinearon con el joven, que si bien no consiguió ver la cara del otro esa noche, sí pudo ocupar la cama que quedaba libre ante el disgusto del primero, que no pudo hacer nada por evitarlo.
Teodosia y Leocadia, las dos doncellas
El recién llegado se acostó su cama y se echó a dormir, pero al rato le despertaron unos lamentos que llegaban del otro lecho. Su vecino se quejaba amargamente de su fortuna sin reparar en que ya no estaba solo en el cuarto. Sin decir nada, agudizó el oído y escuchó. Y llegó a la conclusión de que su vecino no era hombre, sino mujer. Esto le dio un subidón que no veas, y se habría pasado a la otra cama para conocer mejor a su ocupante si este no se hubiese levantado.
El otro abrió la puerta y pidió al posadero que ensillase al caballo, pues quería partir. Ante la negativa del huésped, volvió a la cama y exhaló un suspiro. El caballero, intrigado por tanto lamento, decidió hablarle. Le preguntó cuál era la causa de su aflicción, pero tratándole en masculino por que no se sintiese descubierto. Y el otro, tomándole juramento y bajo la amenaza de suicidarse si al caballero se le ocurría ir a su cama, le contó.
Efectivamente no era caballero, sino doncella. Bueno, doncella ya no, porque un tal Marco Antonio Adorno acabó con su honra ocho días atrás. El tipo le había hecho promesa de matrimonio y hasta se casaron simbólicamente, pero luego se esfumó. Como pasaba el tiempo y Marco Antonio no volvía, Teodosia se vistió de hombre y salió en su busca para obligarle a cumplir lo prometido: o sea, casarse. Y si tenía que llegar al fin del mundo para dar con él, pues llegaba, pero a su casa no volvía deshonrada.
Tras escuchar la historia, Rafael se quedó patidifuso y sin saber qué decir. Llegó al cuarto intrigado por el aspecto de otro joven, y de repente se encontraba compartiendo habitación con su hermana. Quien, sin saberlo, le confesó cómo había acabado con su honra (y de paso, con la de su familia) con el tal Marco Antonio, que -para rematar la faena- era íntimo amigo suyo. Vamos, que si lo llega a saber se busca otra venta.
El resto de la noche hicieron como que durmieron. Cuando empezó a clarear, Rafael abrió las ventanas y Teodosia lamentó no haberse suicidado. Había confesado su falta justo a uno de los guardianes de su virtud. Rafael cogió aire, le dijo que en adelante se hiciera llamar Teodoro y que él la acompañaría a buscar a Marco Antonio. Desayunando se enteró de que el chaval estaba en Sevilla, en un barco con destino a Nápoles. Y como el barco tenía que parar en Barcelona, cogieron a un mozo y allá que se fueron.

En Igualada encontraron a un grupo de gente a quien los bandoleros había asaltado y atado a árboles. Entre ellos destacaba un muchacho de buen ver que llamó la atención de Teodoro, quien se acercó a socorrerle. Resultó ser sevillano, de un pueblo cercano al de los hermanos, y, como ellos, también iba al puerto a esperar las galeras, pero él con la intención de viajar a Nápoles. Le prestaron la mula de Calvete (el mozo) y se adentraron en el pueblo, donde se dispusieron a descansar y reponer fuerzas.
Pero de nuevo, las cosas no eran lo que aparentaban. El muchacho -que dijo llamarse Francisco– en realidad era muchacha y se llamaba Leocadia. Y para rizar el rizo, estaba buscando… sí, a Marco Antonio Adorno, quien, tras prometerle matrimonio, por algún motivo ignoto decidió dejarla plantada y con honra. A los días escuchó rumores de que el tipo se había fugado con una tal Teodosia a Italia, y allá que escapó de casa para cazarlo y obligarle a matrimoniar con ella, que para eso se lo había prometido por escrito.
Todo esto le contó Leocadia a Teodoro sin saber que en realidad era Teodosia, pues la joven -a la que le comían los celos por dentro- no reveló su identidad. Con permiso de Leocadia contó la historia a su hermano, quien decidió que era prioritario hablar con Marco Antonio antes de que lo hiciese la otra, ya que, a fin de cuentas, el honor mancillado era el de Teodosia. Además, él también estaba en edad de echarse novia y Leocadia le agradaba. No era cosa de ponérsela en bandeja a Adorno.
Reencuentro con Marco Antonio
Otra vez los hermanos hicieron como que dormían. Por distintos motivos, aunque el nexo era común. Teodosia no podía quitarse de la cabeza a Leocadia, cuya existencia amenazaba el final feliz del reencuentro con Marco Antonio. Y Rafael no dejaba de pensar en Leocadia, a quien deseaba ver bien lejos de Marco Antonio. Pasaron la noche como pudieron, y en cuanto se hizo de día se pusieron en pie para emprender la marcha hacia Barcelona.
Antes de partir, Rafael compró un traje -de varón- para Leocadia, pues los bandoleros le habían roto el que llevaba. Y buena la hizo. Cuando la muchacha se enfundó las ropas y ciñó a ellas la espada y la daga… Él se reafirmó en su enamoramiento, pero su hermana se retorció por dentro. De buena gana habría despeñado a Leocadia por un barranco durante el camino a la Ciudad Condal, pero por respeto a su hermano, se abstuvo.
Llegaron a Barcelona en pleno apogeo de un motín, cosa frecuente por esos lares en aquellos tiempos. Pese a las advertencias de Calvete, Rafael decidió ir hasta la playa donde estaban las galeras. Y ahí que le siguieron todos, claro. De pronto avistaron a un joven de unos 22 años, vestido de verde, dándolo todo en mitad de la pelea. Era Marco Antonio. Las muchachas no se lo pensaron: bajaron de las mulas y corrieron a escoltarlo, cada una a un lado del joven.
– «No temáis -dijo Leocadia a Marco Antonio- que a vuestro lado tenéis quién os hará escudo con su propia vida por defender la vuestra».
– «¿Quién lo duda -replicó Teodosia- estando yo aquí?»

Marco Antonio -quien no veía a dos doncellas, sino a dos fulanos a sus costados- no se enteraba de la película. Y Rafael, viendo que Leocadia había alcanzado su objetivo, se unió al grupo defensor, que empezó el repliegue hacia la galera. En esto los barceloneses decidieron obsequiar a los forasteros con una lluvia de piedras, con la mala suerte de que a Marco Antonio le alcanzó una en la cabeza.
La pedrada fue antológica, pero el mancebo sobrevivió. Como no podían curarle a bordo optaron por llevarle a tierra, concretamente a la casa de un conocido caballero que tuvo a bien acoger tanto al herido, como a sus numerosos acompañantes. A Marco Antonio le acostaron en una alcoba apartada para que estuviera tranquilo. El hombre no pasaba por su mejor momento, pero tampoco se moría. Era un avance. Sin embargo, ni Leocadia ni Teodosia las tenían todas consigo. Y Leocadia decidió atacar.
A Teodosia casi le dio un mal cuando vio que su contraria llegaba hasta la cama del malherido y que él la reconocía. Leocadia le recordó su promesa de matrimonio, y él dijo haberla firmado por darle el gusto, pero sin ganas ni intención de cumplirla. De quien él estaba enamorado era de Teodosia, a la que consideraba su esposa. Teodosia estaba emocionadísima escuchando detrás de la puerta junto a Rafael y el resto de habitantes de la casa. Pero aún no se atrevía a entrar.
Marco Antonio siguió hablando con Leocadia. Le explicó que para él eso de la honra y los amoríos era algo carente de importancia; que sus planes eran pasar unos años en Italia ahora que era joven, y a la vuelta ya vería qué había hecho Dios con ellas. Vaya, que si Dios no decidía matarlas o casarlas, pues ya cargaba él con alguna, pero dicho de modo espiritual, que siempre entra mejor.
Tras escuchar tan conmovedora conversación, Rafael no pudo contenerse más y corrió a abrazar a su compadre. La felicidad del joven se debía más a las calabazas que el otro le acababa de dar a Leocadia que al hecho de verle, pero lo disimuló bien. Hizo pasar a su hermana, quien se aprestó a abrazar al herido ante la sorpresa del personal, que veía a Marco Antonio haciéndose cariños con un mozo. Pero no quitaban ojo, esperando a ver cómo acababa aquello.
Leocadia, sin embargo, entendió que el supuesto mozo no era Teodoro, sino Teodosia, y se sintió burlada por los hermanos. Salió de la casa en dirección a la playa, donde la encontró Rafael a punto de embarcar. El joven la obsequió con una larga declaración y le pidió que fuera su esposa. Y Leocadia pensó que bueno, ya que Dios había querido que la cosa fuese así, pues que era mejor casarse con Rafael que quedarse a vestir santos.
Como a Teodosia le urgía casarse por si Marco Antonio mejoraba y se metía en una galera, recurrieron a un clérigo que había en la casa para que oficiase los dos matrimonios. Cuando Marco Antonio se recuperó, marcharon -junto a Calvete- a hacer el Camino de Santiago y de ahí volvieron a Sevilla, donde se reencontraron con sus padres y celebraron oficialmente sus bodas.
Y eso, que fueron felices y regaron de descendencia las tierras sevillanas (no sabemos cuáles por decoro). Y por supuesto, los poetas en su día se cansaron de loar con sus plumas a las dos doncellas famosas.
Personajes de Las dos doncellas
– Teodosia/Teodoro. Una adolescente de familia bien que anda en amoríos con su vecino, Marco Antonio. Su personaje recuerda al de Leonisa (El amante liberal). Teodosia no duda en entregarse a Marco Antonio, pues está convencida de que él la quiere como esposa. Lo que ignora es que en los planes del joven no está el casarse, sino marchar a Italia a pasar su juventud.
Cuando él desaparece, ella se lamenta de haber sido una ingenua, pero tampoco se arrepiente de lo sucedido. Ella ha sido honesta; Marco Antonio, no. En lugar de esperar a que él vuelva, sale a buscarle para hacerle cumplir con su promesa. Huye de su casa vestida de hombre y como tal actúa durante casi toda la historia. Se siente un tanto inferior ante Leocadia, por lo que cuando Marco Antonio es herido queda en un segundo plano. Al final consigue su objetivo de restablecer su honra casándose con él.
– Rafael de Villavicencio. Hermano de Teodosia. Desde el principio deja claro que eso de respetar voluntades ajenas no es lo suyo. Acepta una treta para violentar el deseo del supuesto caballero que ocupa la habitación de las dos camas, y no termina abusando de su hermana porque esta se levanta de pronto, y luego porque amenaza con suicidarse. Desde luego no es mejor persona que su compadre de juergas, que al menos recurre a la labia y no a la fuerza.
Rafael estudia en Salamanca, pero llega a la posada donde se aloja Teodosia y de casualidad se entera de sus líos con Marco Antonio, de quien es amigo y compañero de estudios. Como la virtud femenina afecta a toda la familia, decide acompañar a Teodosia a buscar al galán. Se encapricha de Leocadia y al final se casa con ella.
– Leocadia/Francisco. La segunda de las dos doncellas. También anda en líos amorosos con Marco Antonio, de quien está enamorada. Consigue que el joven le firme una cédula de compromiso matrimonial a cambio de darle su honra. Se citan, pero él no aparece. Leocadia está convencida de que Marco Antonio y Teodosia se han fugado juntos a Italia, así que, como su rival, se viste de hombre y viaja a Barcelona para enrolarse en alguna galera. Intenta casarse con Marco Antonio, pero este le da calabazas y ella acaba aceptando a Rafael.
– Marco Antonio Adorno. Tiene como 22 años, estudia en Salamanca y en sus ratos libres se dedica a engatusar doncellas. Un vivalavirgen, vaya. Hay que tener en cuenta que en aquella época el honor de una mujer (y de su familia) lo determinaba su virginidad. Él dice a Leocadia que considera superfluas todas esas cosas, pero lo cierto es que él mismo no se habría casado con una muchacha desflorada por otro.
Achaca sus acciones a su edad y mala cabeza, pero, por contra, actúa con premeditación. Sabiendo que ninguna de las dos doncellas se acostará con él si no hay matrimonio (o, al menos, una promesa firme de matrimonio), se compromete con ambas, pero, pese a citarse con las dos, sólo consuma con Teodosia. Conseguido el objetivo, su cabeza pasa a ocuparse de otras cosas y olvida a Teodosia y la cita con Leocadia para embarcar rumbo a Italia. Este era su plan original, que por supuesto no le confía a ninguna. Es como Rodolfo (La fuerza de la sangre), pero montándoselo mejor.
Al final es la voluntad divina quien viene a censurar su acción y poner las cosas en su sitio. Así lo interpreta él. En otras circunstancias seguramente habría sanado y reemprendido el viaje a Italia, pero Dios ordena que le abran la cabeza justo cuando no tiene escapatoria. Se quita a Leocadia de encima sin saber que Teodosia y Rafael están presentes, y cuando Teodosia se descubre el joven queda sin excusas. La voluntad de Dios es que se case con Teodosia y eso hace. La de Dios, que no la suya.
– Calvete. Un mozo de mulas que contrata Rafael en Sevilla para que les acompañe a Barcelona, y que acaba recorriendo media península con ellos. Para agradecer su lealtad, Rafael le regala los caballos utilizados en la aventura, además de otros obsequios.