La fuerza de la sangre (Miguel de Cervantes)
Episodio VI de las «Novelas Ejemplares» de Miguel de Cervantes
La fuerza de la sangre es la sexta de las Novelas Ejemplares publicadas por Miguel de Cervantes en 1613. En esta ocasión, Cervantes nos brinda la historia de un delito sin castigo, o mejor dicho, la historia de un delito con doble castigo para la víctima, quien sufre todas las consecuencias mientras su autor sale libre de polvo y paja.
No es de los relatos más conocidos, pero en apenas 20 páginas Cervantes expone magistralmente cuál era el trato que se dispensaba a la mujer durante el llamado Siglo de Oro. Es un librito que cuesta leer con los ojos actuales, pero buena parte de su contenido refleja actitudes que, más de 400 años después, se siguen dando. Esto pasa con casi todas las Novelas Ejemplares, que acaban siendo crónicas que bien pudieran aplicarse a la sociedad actual.
Resumen de La fuerza de la sangre

Una familia regresaba a su casa de noche tras pasar la jornada en el río Tajo, en Toledo, escapando del calor estival. Eran alrededor de las 23h y la calle estaba desierta. El grupo familiar lo componían un anciano matrimonio, su hija de 16 años, un hijo más pequeño y la criada. Caminaban a buen paso, pero tranquilos, pues habían hecho ese recorrido muchas veces y no tenían miedo de que les pasase nada. Pero esta vez iba a ser diferente.
En dirección opuesta a ellos marchaba una cuadrilla de jóvenes algo pasada de alcohol. La familia se sobresaltó, pues no les dieron buena espina. Los jóvenes pasaron por su lado con las caras cubiertas, dirigiendo miradas lascivas a las mujeres del grupo ante las airadas protestas del cabeza de familia, que fueron respondidas con burlas por los mozos. Pasaron de largo, y la familia respiró aliviada por haber sorteado el encuentro.
Sin embargo, Rodolfo, que así se llamaba el líder de la cuadrilla, no dejaba de pensar en el rostro de Leocadia, la hija del matrimonio. Rodolfo era lo que hoy llamaríamos un niño bien de 22 años. Hijo de una familia adinerada y acostumbrado a hacer siempre lo que quería, ya que nadie le puso nunca freno ni le negó nada. Y se le antojó Leocadia, cosa que participó a sus compinches. Y los otros tres, que básicamente se dedicaban a jalear y lisonjear al primero, lo dieron por bueno. Darían la vuelta, alcanzarían al grupo y lo entretendrían mientras Rodolfo se llevaba a la muchacha.
Dicho y hecho. Los cuatro rodearon a la familia con las caras cubiertas y las espadas en alto. En tanto que Rodolfo aprehendió a Leocadia y se alejó con ella, los otros tres se aseguraron de que el padre no pudiese hacer nada. Tras un rato, todos desaparecieron.
La familia llegó a casa con el susto aún en el cuerpo. Sabían qué iba a sucederle a Leocadia, pero desistieron de denunciar porque sería admitir públicamente la deshonra de la muchacha. En aquellos años, la honra de una joven casadera residía en su virginidad, y a la gente le daba igual si la perdía voluntaria o involuntariamente. Que una mujer tuviera sexo fuera del matrimonio era motivo de vergüenza para la familia[1]. Si lo hacía un hombre, pues bueno, estaba justificado.
Total, que mientras la familia permaneció en casa poniéndose en manos de Dios (que es un recurso de lo más socorrido), Rodolfo llegó a la suya acompañado de Leocadia, que se había desmayado en el momento del secuestro y seguía sin despertar. Rodolfo la llevó a su cuarto y, con la muchacha aún inconsciente, consumó la violación. Para él era un plan sin fisuras, pues aún tendría tiempo de dejarla en algún camino antes de que volviera en sí, de modo que no podría reconocerle.
Pero en aquel momento Leocadia despertó, y no le costó mucho ser consciente de lo que había pasado. Primero suplicó a Rodolfo que la matara. No obteniendo la oscuridad eterna, le pidió que no contase lo sucedido y le dejase en algún lugar desde el que ella pudiera volver a casa. La respuesta de Rodolfo fue… intentar abusar de ella otra vez. Pero la muchacha se resistió de tal forma, que el mozo abandonó la idea y salió de la habitación en busca de sus compinches para pedirles consejo.
En lo que Rodolfo volvía, Leocadia estudió la habitación donde estaba. El mobiliario le daba a entender que se trataba de alguien de posibles. La puerta estaba cerrada con llave, y la única ventana de la estancia, cercada con barrotes. En un escritorio cercano a la ventana distinguió un crucifijo de plata que escondió entre sus ropajes, y luego se sentó en la cama y esperó el regreso de su captor. Este volvió al rato, y sin mediar palabra le tapó los ojos con un pañuelo y la llevó hasta la plaza del Ayuntamiento, dejándola junto a la iglesia mayor.
Cuando Leocadia se quitó el pañuelo no vio rastro del joven. Se apresuró a marcharse a casa, aunque tomando precauciones por si él o algún otro la seguían. Halló a sus padres despiertos y les contó lo sucedido, y también les enseñó el crucifijo de plata, que en verdad había cogido para desenmascarar al joven. Su plan era entregarlo en una iglesia con la excusa de haberlo encontrado en la calle, y luego preguntar quién lo había recogido. Pero su padre no lo vio claro, así que descartaron la jugada.
Entre las buenas palabras del padre se leía el miedo a que alguien descubriese por qué su hija tenía el crucifijo, así que le recordó que «más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta», y le aconsejó guardar la cruz y encomendarse a ella, en espera de que el crucifijo, que fue testigo de la infamia, trajese también al juez que le hiciera justicia.
Y así, encomendándose a Dios, al crucifijo y guardándose de salir de casa porque vete a saber qué dirían las gentes, pasaron los meses y se hizo evidente la consecuencia de la violación: estaba embarazada. Y si perder la honra era motivo de vergüenza, mostrarse con una tripa abultada ni te cuento, así que continuó enclaustrada hasta el final de su embarazo. Mientras tanto, Rodolfo estaba en Italia, hacia donde partió a los pocos días del crimen habiendo olvidado ya lo sucedido.
Leocadia dio a luz un niño. Lo alumbró en casa, con ayuda de su madre, pues era tal el escarnio al que sometían a estas mujeres, que no se atrevieron a recurrir a una partera. La criatura pasó sus primeros cuatro años en una aldea, alejado de su madre y familia. Pasado este tiempo lo llevaron a vivir con ellos, bajo el pretexto de ser un sobrino de los padres de Leocadia.

El niño -al que llamaron Luis, como el abuelo materno- llamaba la atención de todo el mundo por su guapeza y buenos modales. A falta de dineros que legarle, los abuelos determinaron darle educación, de modo que a los siete años ya leía latín y castellano y escribía correctamente. Quien como nieto era motivo de deshonra, como sobrino era el orgullo de la familia. Pero un mal día Luisico sufrió un accidente fatal.
Iba el niño a hacer un mandado de la abuela cuando divisó una carrera de caballeros[2]. Se acercó para verla mejor, con la mala suerte de ser arrollado por uno de los caballos. Fue socorrido de inmediato por varios de los participantes, y un anciano que estaba siguiendo la competición se lo llevó a su casa y mandó llamar a un cirujano. La noticia del atropello llegó a oídos de la familia, que no tuvo dificultad en encontrar el sitio en cuestión, pues se trataba de una familia conocida en la ciudad.
El niño, dentro de lo que cabe, estaba bien. Cuando su familia llegó a buscarlo, lo encontró tendido en la cama de una habitación que a Leocadia le resultó conocida. Habían pasado siete años, pero era incapaz de olvidar el lugar donde abusaron de ella. Al salir se lo contó a su madre, y esta, algo incrédula, se dispuso a averiguar si aquel matrimonio tenía por casualidad un hijo. Y lo tenían: Rodolfo, que por entonces rondaba la treintena y llevaba en Italia tantos años como tenía el chaval.
Pusieron esto en conocimiento del padre, que decretó esperar a ver qué pensaba hacer Dios con el niño y luego ya buscar el momento propicio para hablar con la otra parte. Al cabo de un mes el chaval ya se levantaba, y Leocadia aprovechó un momento en que se quedó a solas con Estefanía (así se llamaba la abuela paterna) para contarle lo que sucedió en ese cuarto y quién era en realidad Luisico.
A la señora no le sorprendió nada de lo que le contó Leocadia (lo que dice mucho de la joya de hijo que tenía). Tanto ella como su marido habían expresado varias veces que, cada vez que miraban al niño, veían la cara de su hijo. Que se tratase de su nieto era una razón poderosa para notar el parecido, así que hizo partícipe al marido de la conversación, y ese mismo día escribieron al hijo comunicándole que tenía que volver a España, pues le habían concertado matrimonio con una hermosa mujer. Desde ese día, Leocadia ya no regresó al hogar familiar.
Rodolfo leyó la carta y emprendió de inmediato el viaje de regreso, y ya no tuvo más pensamiento que gozar el regalo que le habían hecho sus padres. Llegó como a los 20 días, acompañado de sus compañeros de fechorías, a quienes Estefanía sonsacó hábilmente para despejar cualquier duda sobre el relato de Leocadia.
Tras constatar que Leocadia no mentía, la mujer llevó aparte a Rodolfo con el pretexto de mostrarle el retrato de su futura esposa. Era una joven poco agraciada, aunque virtuosa, «noble y discreta y medianamente rica», como dijo su madre. Mas Rodolfo reaccionó mal. Él quería que su consorte fuese hermosa, y si además tenía algunas de las virtudes enumeradas, pues miel sobre hojuelas, pero si carecía de ellas tampoco se acababa el mundo. No le interesaban las riquezas ni la nobleza, pues ambas cosas las tenía él de cuna.
En definitiva, Rodolfo reaccionó como su madre esperaba que lo hiciera, así que dieron por acabada la conversación y se fueron a cenar. En la mesa esperaban ya el padre y dos de los camaradas de Rodolfo. Y escondidos, esperando su momento, Leocadia, sus padres y Luisico, junto a un cura que Estefanía mandó llamar porque la intención era casarlos esa misma noche, por lo que pudiera pasar.

Estefanía mandó llamar a Leocadia, que entró con Luisico. Rodolfo la miró y quedó tan prendado de ella como aquella infausta noche, pero no recordaba quién era. Leocadia tomó asiento frente a él. La muchacha estaba nerviosa y su cabeza era un trasiego constante de pensamientos. Y no era para menos, pues en aquella cena se jugaba su honra y poder reconocer públicamente que Luisico era su hijo y no su primo. Se aceleró tanto que se desmayó, dando un susto monumental a los presentes.
Cuando la joven volvió en sí se halló en los brazos de Rodolfo, que ya era conocedor de todo y ardía en deseos de casarse con ella. Y eso hicieron, pues Estefanía hizo pasar al cura, que los unió de inmediato en matrimonio[3], cerrando así la herida abierta siete años atrás.
Todo el mundo celebró con alborozo, olvidando que la causa de aquel matrimonio era el fruto de una violación: Luisico, quien, como llamado por la fuerza de la sangre, unió a las dos familias accidentándose en el lugar preciso en que podría ser socorrido por su abuelo.
Personajes de La fuerza de la sangre
– Leocadia. Una joven a la que violan y queda embarazada de su agresor. Esto cambia radicalmente su vida, pues la descarta como muchacha casadera, ya que ha perdido su honra. El suceso la fuerza a vivir casi enclaustrada, pasar cuatro años alejada de su hijo y luego no poder reconocerlo como tal, pues en aquel entonces estaba muy mal visto ser madre soltera. Finalmente se le restituye el honor mancillado al casarse con Rodolfo.
– Rodolfo. Un joven rico, típico niño de papá, consentido y malcriado en exceso. Como nunca le marcaron límites, cree que todo el monte es orégano. Tiene una visión superficial de las mujeres, a las que considera un simple objeto de usar y tirar. Su único interés sobre ellas es que sean hermosas y complacientes. Cuando se reencuentra con Leocadia no la reconoce, y una vez sabe quién es no muestra signos de arrepentimiento. La forma de proceder en la noche del secuestro da a entender que Leocadia no fue la única joven que tuvo la desgracia de cruzarse con él.
– Los padres de Leocadia. Conocemos el nombre del padre -Luis-, pero ignoramos el de la madre. Gente humilde que trata por todos los medios que se conozca el ultraje al que fue sometida su hija. Como no pueden reconocer a Luisico como su nieto, lo educan haciéndose pasar por sus tíos. Tienen otro hijo (del que ignoramos su nombre) que aparece al principio de la historia, pero luego no se vuelve a mencionar.
– Los padres de Rodolfo. Al contrario de los anteriores, de estos conocemos el nombre de la madre -Estefanía-. Gente rica, acostumbrada a hacer y deshacer. El abuelo socorre a Luisico cuando es arrollado por el caballo, lo que abre las puertas de la casa a Leocadia. No cuestionan las travesuras de su hijo, pero cuando se enteran de que son abuelos, le convencen para casarse y reconocer al chaval.
– Luis. La familia le llama Luisico para distinguirlo del abuelo. Es el fruto de la violación de Rodolfo a Leocadia y el artífice del futuro matrimonio de sus padres, pues tras su accidente consigue unir a las dos familias, aunque de forma involuntaria. Pasa sus primeros años alejado de su familia materna, hasta que le llevan a Toledo haciéndolo pasar por sobrino de sus abuelos y primo de su madre.
– Los camaradas. Son los compinches de Rodolfo, amigos de correrías que facilitan el rapto de Leocadia la noche de autos. Por la forma de proceder, dejan claro que no es la primera vez que hacen algo así.
^ (1) Las relaciones prematrimoniales las trató también Cervantes en El amante liberal. En ese relato, Leocadia mantiene relaciones con quien piensa que será su futuro marido, voluntariamente y con la aquiescencia de sus padres. Ricardo la expone públicamente ante su familia echándole en cara que se haya entregado antes de casarse.
^ (2) Puede referirse a la Corrida de sortija o Fiesta de a caballo, que también menciona en El Coloquio de los Perros.
^ (3) En la novela se lee: «que por haber sucedido este caso en tiempo cuando con sola la voluntad de los contrayentes, sin las diligencias y prevenciones justas y santas que ahora se usan, quedaba hecho el matrimonio». Esto sitúa la historia en una fecha anterior a 1545, pues el Concilio de Trento (1545-1563) modificó la forma de contraer matrimonio.