El prevenido engañado (María de Zayas)
IV maravilla de las «Novelas Amorosas y Ejemplares» de María de Zayas y Sotomayor
El prevenido engañado es la cuarta historia, cuento o maravilla de las Novelas Amorosas y Ejemplares publicadas en 1637 por María de Zayas y Sotomayor.
Recordemos que la historia principal transcurre en casa de Lisis, donde sus invitados cuentan dos historias cada una de las cinco noches previas a la Navidad. Zayas recurre, pues, a la técnica de la narración enmarcada, pues cada uno de los amigos toma el testigo de la narradora para compartir su historia. La particularidad de las diferentes historias es que dicen ser hechos reales transmitidos al narrador por un protagonista o testigo directo.
El prevenido engañado es la segunda maravilla de la segunda noche, que empezó con El castigo de la miseria. Alonso toma el relevo de Juan para contar una historia cuya moraleja es que no importa lo que hagas, pues lo que está destinado a ser, será, independientemente de las precauciones que tomes para evitarlo.
El prevenido engañado, ¿de qué trata? Resumen
La historia arranca en Granada, tierra del protagonista de hoy, don Fadrique, un joven noble y de buen porte que quedó huérfano a temprana edad, heredando de sus padres el mayorazgo familiar. Vamos, que tenía cuartos y además los gestionaba bien, no los dilapidaba en el juego ni tenía vicios. Lo que sí tenía era mal ojo para enamorarse.
Su primer enamoramiento fallido fue Serafina, una paisana suya muy hermosa que andaba en amoríos con don Vicente. Don Fadrique empezó a agasajarla a ella y a sus criadas. Como agradecimiento, Serafina se dejaba ver en el balcón. Pero hasta ahí, que una cosa era no querer desairar a don Fadrique, y otra muy distinta patear a don Vicente. Una noche, don Fadrique se animó a cantarle unos versos, y a partir de entonces dejó de verla por unos días.
Las criadas la informaron que su falta del balcón se debía a una gran melancolía que le había entrado de pronto. Don Fadrique sospechó que la causa era don Vicente, a quien hacía días que tampoco se le veía. Como no había modo de hablar con Serafina, don Fadrique resolvió pedirla en matrimonio a sus padres, que aceptaron encantados. Ella también dijo estarlo, pero como se encontraba indispuesta pidió un tiempo para recuperarse antes de pasar por el altar.
Don Fadrique aceptó, sin saber que los problemas de salud se alargarían meses. Una noche estaba en una esquina de la calle vigilando la casa de Serafina (lo hacía a menudo por si volvía don Vicente) cuando la vio salir a eso de las dos de la madrugada. La siguió hasta un corral, convencido de que allí le esperaba su amante, pero lo que vio le dejó anonadado: Serafina había ido allí a parir, y cuando dio a luz, abandonó a la criatura y regresó a casa.
Él recogió a la niña -a quien llamaron Gracia– y la puso al cuidado de una tía suya. Quince días después, Serafina anunció que estaba lista para casarse. Pero, obviamente, a don Fadrique se le habían pasado las ganas. Dio instrucciones a su tía para que a los tres años metiese a la niña en un convento, mandó una nota a Serafina y, pertrechado de joyas y dinero, marchó a Sevilla acompañado de un criado.
¿Qué pasó con Serafina? Al saber que don Fadrique conocía su secreto, intentó en balde dar con la niña. Le entró cargo de conciencia por cómo había obrado y decidió redimir sus pecados metiéndose a monja.
Don Fadrique llegó a Sevilla clamando contra el género femenino. En su opinión, el cometido de la mujer era cuidar de la casa y los hijos, y para eso le bastaba con saber coser y rezar. Si además era tonta, pues mejor, ya que esas no tenían dobleces y se ahorraba sorpresas como la de Serafina. En fin, que se instaló en casa de un familiar suyo, don Mateo, también acomodado, con el que solía pasear por Sevilla.
En uno de esos paseos se prendó de doña Beatriz, que, además de lo más bello que habían visto sus ojos, era rica y viuda. Y joven: sólo tenía veinticuatro años, por lo que pretendientes no le faltaban. Pero en los dos años que duraba su viudez no había dado cancha a ningún hombre. Don Mateo, además, tenía línea directa con doña Beatriz, pues era familia de su esposa, y al día siguiente la puso al tanto de las pretensiones de don Fadrique.
Doña Beatriz respondió que sería esposa de don Fadrique si este consentía esperar un año, pues había prometido guardar un trienio de luto por su difunto esposo. Y don Fadrique, que ya sabemos que pensaba con cualquier cosa menos con el cerebro, estuvo de acuerdo y se dedicó a rondarla y cantarle alguna que otra coplilla, ya que ella se negó a recibir cualquier regalo. También se negó a verle a solas porque eso pondría en entredicho su honra.
Al cabo de seis meses, una noche rondaba don Fadrique la casa de doña Beatriz cuando vio abierta la puerta de la calle. Como no había nadie, tuvo la (in)feliz idea de entrar en la casa a espiar a su futura esposa, a la que encontró a punto de irse a dormir. Sin revelar su presencia, quiso marcharse, pero encontró la puerta cerrada. Descartó llamar al cochero para que le abriese, pues eso comprometería la honra de doña Beatriz, así que se sentó y determinó pasar la noche en el rellano. Cuando el cochero abriese la puerta de buena mañana, aprovecharía para escapar.
Habían pasado un par de horas cuando doña Beatriz salió de su alcoba y se dirigió a la caballeriza, donde se ocultó don Fadrique. La mujer entró en un pequeño cuarto y don Fadrique, pensando que habría ido a atender a algún criado enfermo, se acercó a fisgar. Era el cuarto de Antón, un criado negro que también hacía otro tipo de trabajos para la señora. El tal Antón estaba en las últimas, y doña Beatriz arrancó a llorar porque él le pidió que cesara de acosarle y le dejase morir en paz.
A don Fadrique se lo llevaban los demonios, pero tuvo que esperar a que diese el alba y el cochero abriese la puerta para huir. Por la tarde volvió a la casa de doña Beatriz justo cuando se llevaban al finado. Rondó la calle los siguientes días para saber qué se chismorreaba, pero en ninguna de estas ocasiones vio a doña Beatriz.
Cuatro días después, llegó a la casa donde se alojaba don Fadrique una criada de doña Beatriz con una misiva de su ama. Le decía que había reconsiderado el luto y estaba dispuesta a casarse. Don Fadrique no daba crédito, y estando seguro de que la carta venía a cuento de la muerte de Antón, mandó a la criada de vuelta con otra carta y se preparó para dejar Sevilla de inmediato en compañía del criado con el que había salido de Granada.
En la carta, don Fadrique venía a recomendar a doña Beatriz que le guardase un año de luto al criado. Y esta, viéndose descubierta y sin margen de maniobra porque don Fadrique estaba ya camino de Madrid, determinó que, a rey muerto, rey puesto, y se casó con uno de sus antiguos pretendientes.
Entró don Fadrique en la villa y corte igual que en la ciudad del Guadalquivir: abominando de las mujeres. En especial de las discretas, porque tanta discreción, tanta honra y tanto recogimiento sólo traían las peores sorpresas. En Madrid se instaló en casa de un tío con cuyo hijo, don Juan, trabó gran amistad.
Don Juan andaba metido en una especie de triángulo amoroso. Pretendía a doña Ana, una joven hermosa y rica huérfana, que para heredar se había tenido que prometer a un primo suyo que por entonces estaba por las Indias. Doña Ana daba cierto pie a don Juan, pero el justo, porque el premio estaba reservado a su futuro esposo. Mientras esperaba su vuelta vivía con doña Violante, otra prima, que despertó el interés de don Fadrique, a pesar de que su primo le advirtió que de necia y tonta no tenía un pelo.
Los primos fueron a casa de doña Ana. Como doña Violante se estaba retratando, en ese momento estaba más arreglada de lo normal. Y para no variar, a don Fadrique doña Violante le pareció una de las mujeres más hermosas del mundo, y oye, tanta belleza excusaba el hecho de que no fuese tonta. Don Fadrique quiso obsequiar a las mujeres con unas coplillas, y cantó tan bien que doña Violante empezó a mirarle con otros ojos.
Como no hay dos sin tres, don Fadrique se prendó de doña Violante. Se atrevió a pedirle a doña Ana que intercediera por él ante su prima, y esta le vino a responder que doña Violante era poco receptiva a consejos sentimentales, vaya, que se lo currara él. Y, bueno, él puso empeño e inició un coqueteo casto y honesto con la muchacha. Pero con el pasar del tiempo, tanta castidad acumulada empezó a pesarle, y sopesó seriamente la idea del matrimonio. El problema que había con esto era que a doña Violante le horrorizaba la idea de casarse y perder su libertad.
En fin, que un día se estaban preparando los primos para ir a casa de doña Ana cuando una de las criadas les avisó de que el futuro esposo había vuelto de las Indias. Hasta nueva orden no debían visitarlas ni pasar por la calle donde vivían. Esto les sentó como una patada, más aún cuando, cuatro días después, se enteraron del casamiento de doña Ana. Pero era lo que había y no les quedó otra que acatarlo.
Al cabo de un mes estaban que se subían por las paredes por la falta de noticias, así que decidieron arriesgarse a rondar la calle a ver si se enteraban de algo, o las veían en el balcón, o entrar, o salir, o lo que fuera que apaciguara su incertidumbre. Durante días vieron al marido de doña Ana, que siempre iba acompañado por su hermano, un joven estudiante de buen porte. Pero de doña Ana y doña Violante no había ni rastro, tal era el recato impuesto por el nuevo esposo.
Una mañana coincidieron con una criada de doña Violante a quien don Juan entregó un mensaje. Doña Ana le mandó otro: su marido viajaría a Valladolid en ocho días para visitar a unos familiares. Cuando se fuera, ella le avisaría. Pero pasaron los días y ni rastro de lo prometido, así que los primos volvieron a rondar la calle. Y uno de esos días don Juan se encontró con doña Ana en la iglesia del Carmen, y se las apañó para cruzar unas pocas palabras con ella.
Doña Ana le citó esa misma noche con una condición: como su marido no había salido de viaje, don Fadrique debía acompañarle y reemplazarle en el lecho conyugal mientras ella se dedicaba a don Juan. A ver, no tenía que hacer nada del otro mundo, sólo estar ahí para que el otro no notase la falta. La idea era un disparate, pero don Juan se las apañó para convencer a su primo. Y esa noche, mientras don Juan y doña Ana se dedicaban a sus asuntos, don Fadrique ocupó el puesto de la mujer en la cama matrimonial.
El granadino se arrepintió varias veces de meterse en ese lío, porque pasó la noche en el borde de la cama esquivando los acercamientos y roces del marido. Ni bien se hizo de día saltó del lecho con la intención de abandonar la alcoba antes de que el otro despertase, y cuál fue su sorpresa cuando doña Ana entró y le presentó a su compañero de cama. Ni más ni menos que Violante. Todo fue una broma de las primas, pues el marido había partido puntualmente a Valladolid.
Don Fadrique se avergonzó de su credulidad y las primas hicieron chanzas sobre el extremo cuidado que el mozo había puesto aquella noche. Pero fue recompensado. Durante los días que el marido estuvo fuera, don Juan y él gozaron de sus respectivas damas, y cuando el marido volvió, él lo siguió haciendo gracias a la complicidad de una criada que se las apañaba para meterlo en la casa.
Pasaron los meses. Don Fabrique seguía con su rutina de lujuria y desenfreno con doña Violante para cabreo de don Juan, que no podía ni pensar en acercarse a doña Ana si el marido andaba cerca. A don Fabrique ya no le urgía casarse porque ya tenía lo que buscaba, pero seguía con la idea en la cabeza. Sin embargo, la alergia de doña Violante al compromiso frustraba cualquier intento del galán, que se acomodaba a la situación porque, a fin de cuentas, estaba en la gloria.
Pero un día las cosas se torcieron y doña Violante de pronto empezó a rehuir la compañía de don Fadrique. Este, que no entendía nada, intentó verla de cualquier forma, e incluso sobornó a una criada. Un día, la mucama le sugirió decirle a doña Violante que no iría a verla por estar enfermo. Así podría entrar y sorprenderla. Pero, una vez más, el sorprendido fue él.
Resultó que en la casa vivía el cuñado de doña Ana, un apuesto estudiante que también se encaprichó de doña Violante. Y entre que el roce hace el cariño, y que el tema con don Fadrique ya empezaba a decaer, la muchacha decidió cambiar de compañía. Como supuestamente el granadino no iría ese día por estar enfermo, doña Violante se retiró pronto y citó al nuevo amigo en su habitación. Y esto es lo que encontró don Fadrique al entrar a hurtadillas en la alcoba: a doña Violante desnuda en la cama, y al otro desnudándose para acompañarla.
Don Fadrique irrumpió encolerizado en la habitación. El amante consiguió huir parapetándose con un zapato que hizo pasar por pistolete, y doña Violante, que ya sólo quería perder de vista a don Fadrique, comenzó a reír la burla del zapato-pistolete. Esto cabreó más al granadino, que la emprendió a golpes con ella. El escándalo que se montó llegó a oídos de doña Ana y su marido, que acudieron prestos a ver qué pasaba. Y don Fadrique, para no ser descubierto, huyó con el tiempo justo para que no le vieran. Cuatro días después dio por terminada su estancia en Madrid y partió a Sicilia.
En Italia cambió sus planes. Pasó años en Nápoles y Roma, lugares en los que tuvo varias amigas que no hicieron sino reafirmarle en su opinión de que, donde hubiera una mujer tonta, que se quitase una espabilada y discreta. Cuando ya pasaban dieciséis años de su marcha de Granada y apenas le quedaba dinero, decidió retornar a España. Llegó a Barcelona con lo justo para comprar una mula que le llevase hasta su tierra.
Por el camino cruzó las tierras de un duque catalán, con cuya esposa tuvo un rápido escarceo de una tarde. Sabiendo que estaba sin blanca, antes de continuar el viaje la duquesa le regaló cien escudos y una cadena con un retrato suyo. Su siguiente parada fue en Madrid, donde visitó a don Juan (su tío había muerto), que se había casado con una prima, y supo que doña Ana emigró con su marido a las Indias y doña Violante al fin había pasado por la vicaría. Y tras unos días partió, al fin, a Granada.
En su ciudad fue recibido con honores, y allí supo de la carrera religiosa de Serafina y se enteró de la muerte de don Vicente. Al día siguiente fue al convento a visitar a Gracia, que contaba ya dieciséis años y se había convertido en una hermosa joven, muy parecida a su madre. Además, como había crecido con las religiosas era inocente al extremo, y a don Fadrique le pareció que ninguna otra mujer sería tan buena esposa como ella. Y como era su benefactor y él mandaba, se preparó el matrimonio.
A Gracia, que más que inocente era tonta, la noticia le dejó indiferente. La muchacha no distinguía lo bueno de lo malo, el gusto o el disgusto, porque no acumulaba experiencia de vida y no tenía con qué comparar. Don Fadrique, por su parte, preparó la casa familiar y contrató a las criadas que les servirían: las más tontas de todo Granada. Llegó el día de la boda, que se celebró por todo lo alto, y, finalmente, la ansiada noche de bodas. Y don Fadrique (al que seguramente también le faltaría algún hervor) quiso probar a su esposa para asegurarse de que de verdad era tonta.
Doña Gracia no sabía qué era eso de hacer vida de casados, y don Fadrique le dijo que consistía en ponerse la parte superior de una armadura, coger una lanza y hacer guardia mientras él dormía. Y ella se lo creyó, y cada noche se ponía su peto, su espaldar y sus manoplas, cogía la lanza y velaba el sueño de su esposo. Así pasaron ocho días. De repente, los asuntos de don Fadrique le obligaron a viajar a Madrid para tratar unos asuntos con el rey.
El viaje de don Fadrique iba a durar unos días, pero se prolongó por más de medio año. En este tiempo llegó a Granada un cordobés para tratar unos pleitos en la cancillería. Durante un paseo, el cordobés vio a doña Gracia asomada al balcón y se prendó de ella. En balde intentó que doña Gracia se fijara en él. Al final terció una vecina -a cambio de una recompensa, claro- que con mucho esfuerzo consiguió que la muchacha aceptara que la visitara el cordobés. No porque se resistiera, sino porque no se enteraba de lo que la vecina decía.
Doña Gracia no veía nada malo en que el cordobés entrase en la casa, pero la vecina -que tenía toda la mala leche que a ella le faltaba- argumentó que quizá los criados tomarían a mal que la visitara un hombre en ausencia de don Fadrique. Y doña Gracia, ni corta ni perezosa, le dio la llave maestra de la casa y le indicó que entrara por la puerta falsa del jardín y subiera por una escalera de caracol que daba directamente a su cuarto.
Y el cordobés, que se llamaba don Álvaro, así lo hizo. Pero al entrar en la alcoba vio a un hombre con armadura, así que se dio la vuelta y se marchó. Al día siguiente contó la historia a la vecina, que fue a hablar con doña Gracia, quien aclaró que era ella haciendo «vida de casados», como le había mandado don Fadrique. Aclarado el entuerto, don Álvaro volvió a visitarla esa misma noche.
El cordobés le preguntó por qué se vestía de esa guisa. Ella, riendo, contestó que hacía vida de casados, a lo que el hombre replicó que estaba engañada y que la vida de casados no era así. Entonces, doña Gracia contestó que esa era la que le había enseñado su marido, pero que si don Álvaro conocía otra estaría feliz de saberla, porque la que hacía era muy cansada. La ocasión la pintaban calva, y don Álvaro, que sí conocía otra «vida de casados», no perdió tiempo en enseñársela. De hecho, hicieron «vida de casados» hasta que llegó una carta anunciando el regreso de don Fadrique y don Álvaro pensó que era el momento de quitarse de enmedio.
Doña Gracia recibió a su esposo con naturalidad, pues no tenía conciencia de haber hecho nada malo. La primera noche se retiraron pronto, y don Fadrique se sorprendió de que su esposa, en lugar de ponerse la armadura para velar su sueño, se desnudara y se acostase con él. Le preguntó por qué no hacía vida de casados, y doña Gracia, ni corta ni perezosa, vino a decirle que esa vida de casados era una porquería y que le había ido mucho mejor con el otro marido.
La respuesta dejó helado a don Fadrique, que, ignorante de la respuesta que le esperaba, osó preguntar a doña Gracia si había tenido otro marido. Entonces, ella le habló del cordobés y de la vida marital que llevó con él el tiempo que don Fadrique estuvo fuera. Doña Gracia le llamaba así, «otro marido», por lo que don Fadrique no tuvo modo de dar con la identidad de don Álvaro. En ese momento se dio cuenta de que una mujer con más luces y algo de discreción habría sido mejor elección, porque al menos no le habría restregado los cuernos. Pero ya estaba casado y le tocaba apechugar. Nunca volvió a dejar sola a doña Gracia, eso sí.
Don Fadrique murió al cabo de unos años, sin hijos y legando su fortuna a doña Gracia con la condición de que tomase los hábitos en el convento donde estaba Serafina, su madre. La muchacha, que no había echado muchas luces en ese tiempo, se hizo monja, feliz de conocer al fin a su madre, y empleó la herencia en ampliar y mejorar el convento, donde vivió en paz muchos años. Alonso cierra el relato citando como fuente a don Juan, el primo de don Fadrique, quien le contó la historia.
Personajes de El prevenido engañado
– Don Fadrique. El protagonista de la historia, un granadino enamoradizo que colecciona chascos. Los dos primeros digamos que tienen que ver más con la testosterona acumulada que con el enamoramiento real (es el inconveniente de tener que casarse para acceder al conocimiento carnal). El tercero, casi que también, porque su historia con doña Violante no es muy diferente a una relación desgastada por la monotonía. Para él es la novedad y está encantado, pero ella ya es experimentada y se aburre de tener siempre el mismo plato en la mesa.
Si don Fadrique usara el cerebro, se daría cuenta de que el problema está en él y no en las mujeres. Pero no lo hace, sino que prefiere colocarse en una posición victimista. Ellas son demasiado listas e interesadas, y por tanto, manipuladoras. Incluso desde esa posición, debería preguntarse si acaso él no es demasiado tonto para que le «engañen tantas veces».
La duquesa a la que conoce tras salir de Barcelona le advierte sobre las mujeres tontas que dice preferir: una tonta no distingue lo que está bien de lo que está mal, y aunque no se le pueda achacar maldad, inocentemente también puede herir. Y es lo que le pasa con doña Gracia, que tiene la mentalidad de un niño de un año y acaba dándole donde más le duele. Pero incluso ahí debería hacer autocrítica don Fadrique, que ya pasaba la cuarentena cuando se casó. ¿Por qué prefirió burlarse de su esposa en lugar de enseñarle?
– Serafina. El primer amor fallido de don Fadrique. Aquí se nos revela un poco de la personalidad del hombre, que sabe que Serafina tiene relaciones con otro hombre y aún así se mete por medio (¿no había mujeres sin compromiso en Granada?). Lo que piensa don Fadrique es que será su cartera, y no él, quien gane la partida a don Vicente. Si de entrada vas pensando que tu dinero trabajará por ti, es que tienes poco que ofrecer.
Serafina prefiere a don Vicente, y sólo acepta casarse con don Fadrique cuando su amante la deja embarazada y en lugar de dar la cara desaparece. Perdido al hombre del que está enamorada, escoge la opción menos mala, que es don Fadrique, porque ya le da igual que sea uno u otro. Y don Fadrique, a quien sólo le preocupa el acceso carnal, no se para a pensar ni en la misteriosa enfermedad, ni en por qué don Vicente desaparece de pronto. Si hubiese pensado sobre lo último, tal vez se habría ahorrado la sorpresa.
Cuando don Fadrique descubre el pastel, Serafina intenta recuperar a su hija. Pero no da con ella, y pensando que ha sido pasto de perros abandonados opta por ordenarse monja para acallar la voz de su conciencia. Al final de la historia se reencuentra con su hija, con quien ha compartido convento durante doce años sin saber quién era.
– Don Mateo. Familiar de don Fadrique que le acoge en su casa de Sevilla y tercia para que doña Beatriz se interese con él.
– Doña Beatriz. Se casó a los dieciocho años y enviudó a los veintidós. Sobrelleva la viudez gracias a la involuntaria compañía de Antón, un esclavo negro al que fuerza a tener relaciones. Con Antón le basta y le sobra, así que desdeña a todos los hombres que se interesan por ella. Cuando conoce a don Fadrique, Antón está en las últimas y a ella no le viene mal un repuesto, así que le pide que espere con la excusa de que le queda un año para acabar con los tres de luto. Cuando Antón muere, decide que no hace falta llevar tanto luto y se pueden casar ya. Su política es que a rey muerto, rey puesto.
Yo no sé los demás, pero si a mí una posible pareja me dice que espere un año porque quiere guardar memoria a su difunto esposo, pensaría que todavía no ha superado el trance y mejor lo dejamos estar. Don Fadrique está claro que no pensó lo mismo, porque vio de lo más normal que a los tres años y un día doña Beatriz olvidara a su difunto esposo para matrimoniar con él. O igual es que entonces no lo veían raro, pero un tío rico y de buen porte no debería tener problemas para encontrar pareja, a no ser que los problemas no estuvieran a la vista. Y él estamos viendo que sí tenía uno.
– Don Juan. Primo de don Fadrique. Con don Juan vemos que eso de encapricharse de mujeres ocupadas viene de familia, porque él se ha enamorado de doña Ana, que está primero comprometida y después casada. Tras conocer la opinión de don Fadrique sobre las mujeres, advierte a su primo que mejor no se junte con doña Violante, pero este, poseído de nuevo por el segundo cerebro, hace caso omiso de su consejo. Don Juan prácticamente desaparece de escena cuando el marido de doña Ana vuelve de Valladolid. Lo último que sabemos de él es que heredó la fortuna de su padre y se casó.
– Doña Ana. Joven madrileña que tras perder a sus padres debe casarse con un primo para poder heredar. El primo está en las Indias, y, en lo que regresa, ella mata el tiempo con don Juan. Al tiempo de casarse se va a las Indias con su marido (del que ignoramos el nombre) y no vuelve a España.
– Doña Violante. Prima de doña Ana. Es una mujer con aversión al matrimonio y cierta experiencia en los asuntos de la carne. Ha tenido varios amantes, pero rehúsa casarse porque cree que el matrimonio le quitará libertad de movimientos. Se encapricha temporalmente con don Fadrique, pero al cabo del tiempo se aburre y lo cambia por el cuñado de su prima. Su ruptura con el granadino es violenta y provoca que este se marche de la ciudad. Cuando don Fadrique vuelve a Madrid pasada una década, se entera de que se ha casado.
– La duquesa. De ella sabemos que es valenciana y que su marido es un duque catalán. Se nota que don Fadrique no es su primer escarceo amoroso. Como el granadino le cuenta su vida, ella le advierte que las tontas, por falta de juicio para distinguir el bien del mal, dan los mismos disgustos que las espabiladas. Sabe que don Fadrique está sin un duro, así que se las apaña para sacarle cien ducados a su marido y dárselos a él.
– Gracia. Hija de Serafina, quien la abandona en un corral tras el parto. Don Fadrique la recoge y la entrega a una familiar haciéndola pasar por hija suya. Pasa la mayor parte de su vida en un convento, así que es completamente ajena a las cosas mundanas. ¿Inocente, o tonta? Pues no sabría decirlo, porque la conversación con la vecina da a entender que muchas luces no tiene. Cuando don Fadrique regresa de Madrid, ella sí sabe que prefiere al «otro marido», pero se conforma con lo que le ha tocado en suerte (o en desgracia, según se mire). La falta de hijos sugiere que don Fadrique no hizo demasiada vida de casados con ella.
– Don Vicente. Amante de Serafina y padre de Gracia. Huye como una rata al enterarse de que Serafina está embarazada. Cuando se entera de que se va a ordenar monja intenta que reconsidere su decisión ofreciéndole incluso matrimonio, pero ya es tarde. Abochornado por su comportamiento y afligido por las consecuencias, cae en una depresión y muere cinco años más tarde.
– Don Álvaro. El «otro marido» de Gracia, que le enseña cuál es la gracia de la vida de casados. Desaparece de Granada al enterarse del regreso de don Fadrique para extrañeza de Gracia, que no entiende por qué se ha ido de la casa.
– Antón. Criado negro de doña Beatriz, que le obliga a satisfacer ciertas necesidades. Ciertamente, su papel no es relevante, pero llama la atención cómo se refieren a él en la historia, comparándolo incluso con el diablo a causa de su color de piel. Aunque tiene nombre, es «el negro». En los siglos XVI y XVII sería lo normal, pero hoy día resulta chocante.
– Vecina. La típica celestina que aparece en un montón de relatos similares. Vive en la misma calle que don Fadrique y doña Gracia. Ve a don Álvaro intentar captar la atención de la muchacha y se ofrece a ayudarle a cambio de una recompensa. Su papel acaba cuando don Álvaro visita a Gracia la segunda noche.