El guardavía (Charles Dickens)

El guardavía es un relato corto de terror escrito por Charles Dickens. El cuento se publicó en 1866 en el recopilatorio Mugby Junction, una edición especial navideña de All the year round, la revista semanal que editaba Dickens en Londres.

Portada de «Mugby Junction» (1866)
Mugby Junction (1866). [I. Archive]
En otoño de 1866, Charles Dickens pensó crear una colección de cuentos que se publicaría en Navidad como separata de su revista semanal. Los relatos tendrían un nexo común: se articularían en torno a una estación de tren y a un personaje que haría las veces de narrador. De ese modo, todo el contenido estaría vinculado aunque fuesen argumentos diferentes. Dickens aportó cuatro de las ocho historias publicadas. El resto corrieron a cargo de Andrew Halliday, Hesba Stretton, Amelia Edwards y Charles Collins. La idea fue un éxito, pues consiguieron vender 250.000 ejemplares.

Mugby Junction, además de dar título a la recopilación, es el nombre de una estación ficticia ubicada en algún lugar de la región de Midlands, en Inglaterra. A ella llega Jackson, el protagonista. No es su destino, pero al parar el tren siente el deseo irrefrenable de apearse. Jackson, en resumidas cuentas, es un perdedor que busca su lugar en el mundo, y ¿quién sabe? quizá lo encuentre en ese extraño lugar. En Mugby Junction, Jackson asume el papel de narrador para introducir las diferentes historias y personajes.

El guardavía: La historia que inspiró el cuento

El guardavía probablemente esté inspirado en el accidente ferroviario de Staplehurst, que vivió el propio autor. El 9 de junio de 1865, Charles Dickens viajaba en un tren con destino a Londres cuando, al pasar por un tramo en obras mal señalizado cerca de Staplehurst, una sucesión de errores provocaron el descarrilamiento del tren. El accidente se saldó con diez fallecidos y alrededor de cuarenta heridos.

Accidente ferroviario de Staplehurst.
Accidente ferroviario de Staplehurst. Grabado publicado en The Illustrated London News. [Fuente]
La última persona que pudo haber evitado el desastre, el señalista de la obra, tendría que haber avisado al maquinista al menos 1 km antes del puente donde estaba levantada la vía. Pero, en lugar de medir la distancia con un metro, calculó a ojo, contando los postes telegráficos, y se situó a unas 500 yardas. El maquinista vio su señal cuando ya no tenía margen para detener el tren a tiempo.

Ese error de medición se ve reflejado en el cuento: Jackson dice que el guardavía tiene y siempre ha tenido mala cabeza para los números, aunque ha intentado subsanarlo estudiando álgebra en sus ratos libres. Por otro lado, 500 yardas es la distancia que recorre el guardavía dentro del túnel buscando al espectro.

Dickens, que viajaba acompañado de Ellen Ternan y la madre de esta, pudo salir del vagón y socorrer a varios viajeros, aunque al menos dos de ellos acabaron muriendo. La experiencia le traumatizó para el resto de su vida. Volvió a viajar (era inevitable), pero la ansiedad se apoderaba de él en esos momentos. Dos años después del accidente, Dickens escribió: «Tengo repentinos y vagos accesos de terror, incluso cuando viajo en un coche de alquiler, que son perfectamente irrazonables, pero insuperables».

Como curiosidad, el accidente se produjo cinco años exactos antes de la muerte del escritor, acaecida el 9 de junio de 1870. En el tren llevaba consigo el manuscrito de Nuestro amigo común, que inicialmente quedó en el vagón siniestrado. Al cabo de unas horas volvió a subir para recuperarlo.

Otro suceso que podría estar reflejado en el cuento es el accidente en el túnel de Clayton, sucedido en 1861. La catástrofe fue mayor que la reflejada en la historia, pero hay un detalle que tiene cierta similitud. El señalista de la cabina manejaba una señal conectada a una campana y a un telégrafo de aguja. Los mismos instrumentos que se encuentran en la caseta del guardavía de la historia, aunque en el cuento la campanilla tiene otra función.

Resumen de El guardavía

El narrador rememora su fugaz amistad con un guardavía que prestaba servicio en una zona aislada, al que conoció mientras paseaba. Al principio no fue fácil entablar conversación. El guardavía estaba reticente, no parecía fiarse de él, y esto acrecentaba su propia reticencia. Al verlo de cerca lo notó extraño, como si estuviese sufriendo una alucinación, tal era la cara con la que el guardavía miraba al recién llegado.

La desconfianza del guardavía se debía a que le confundió con otra persona a quien había visto junto a la luz roja de la entrada del túnel, lo que el narrador se apresuró a desmentir. Era, de hecho, la primera vez que se veían. Esto tranquilizó al hombre, que le invitó a entrar en la caseta. No había gran cosa dentro: una chimenea, un libro de registros y una campanilla que sonaba si algo requería su presencia.

El guardavía y el narrador en la caseta
El guardavía y jackson ©Edward Dalziel

El guardavía contó al forastero cómo era su trabajo. En general, monótono, con muchas horas ociosas en espera del paso de algún tren. Las horas en blanco las había empleado en aprender un idioma -que sabía leer, pero no hablar- y estudiar álgebra, aunque los números nunca se le dieron bien. Si el tiempo acompañaba salía a dar una vuelta, sin alejarse demasiado por si sonaba la campanilla. De joven acudió a la universidad y estudió filosofía, pero optó por vivir la vida y desaprovechó muchas oportunidades.

El guardavía causó una gran impresión en el narrador, que concluyó que era escrupuloso y vigilante con sus tareas y quizá una de las personas más capacitadas para desempeñar la profesión. Sin embargo, hubo algo que le llamó la atención. Mientras hablaban, el guardavía miró en dos ocasiones la campanilla sin que esta sonase. Las dos veces abrió la puerta de la caseta y miró la luz roja junto a la boca del túnel. Y las dos veces cerró la puerta y se sentó junto al fuego con una expresión rara.

Confesó a su visita que estaba preocupado, mas no podía explayarse. Quedaron en verse la siguiente noche, a las once. El guardavía encendería la luz blanca para que el viajero pudiese llegar sin percance hasta la caseta. No obstante, antes de despedirse le preguntó algo: ¿por qué, al verle aquella noche, había dicho «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!»? Al narrador le sorprendió la pregunta, pero que las palabras fuesen fruto del azar o de la posición de ambos no pareció convencer a su anfitrión.

La noche siguiente se vieron a la hora pactada. Esta vez el guardavía fue al grano. Su preocupación se debía a que el día anterior confundió al narrador con otra persona. No le preocupaba la equivocación. Le preocupaba esa otra persona, a la que no podía describir porque nunca había visto su cara. La otra persona hacía sonar la campanilla, y desde la luz roja junto a la boca del túnel hacía un gesto extraño: se tapaba la cara con el brazo izquierdo mientras agitaba fuertemente el derecho. Al narrador se le antojó que el gesto significaba algo así como «por Dios santo, apártese de la vía», pero no dijo nada.

La persona en cuestión apareció un año antes junto a la luz roja cercana al túnel. Le llamó con las mismas palabras que el narrador usó el día anterior para captar la atención del guardavía: «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!». Luego añadía «¡Cuidado, Cuidado!». El guardavía quiso auxiliarle, pero cuando llegó a su altura, desapareció. Entró al túnel y recorrió unas 500 yardas pensando que habría huído por ahí, pero no había rastro de él. Telegrafió un mensaje por si había ocurrido algo en la línea, pero la respuesta fue negativa.

El visitante quiso quitar hierro al asunto. Quizá había sido una ilusión óptica. Respecto a las palabras que empleaba la figura, o aparición, o espectro o lo que fuese, podrían deberse al fuerte viento que azotaba la zona. El guardavía negó todo esto y terminó de contar: Alrededor de seis horas después de la extraña aparición hubo un accidente en la línea con trágicas consecuencias. Los muertos y heridos fueron evacuados por el mismo túnel donde la figura había desaparecido.

El guardavía busca al espectro desde la puerta
©E. A. Abbey / Philip V. Allingham – Victorian web

Pero había más. Una mañana, seis o siete meses después del accidente, el guardavía vio de nuevo al espectro junto a la luz roja de la boca del túnel. Estaba apoyado contra un poste de la luz y se tapaba la cara con las manos. Esta vez no se acercó a la aparición, sino que, presa del miedo, se encerró en la caseta durante horas. Cuando pasó el siguiente tren, notó una extraña algarabía en la ventana de uno de los vagones y dio al conductor la señal de parada. Del vagón sacaron a una joven que había muerto repentinamente. La llevaron a la caseta.

Al visitante la cosa le empezaba a dar mal rollo, y saber que estaba sentado en el mismo sitio donde unos meses antes llevaron a la joven fallecida no ayudaba demasiado. No sabía que decir, pero eso no era problema porque el guardavía aún tenía algo más que contar. El espectro reapareció la semana anterior, en el lugar acostumbrado, con el gesto de la primera vez, y él estaba preocupado porque sabía que era el preludio de una nueva desgracia.

Lo que atormentaba al guardavía era que sabía que iba a pasar algo, pero no podía hacer nada para evitarlo. No podía dar aviso al resto de líneas porque tendría que dar una explicación, y decir que un espectro le había anunciado problemas le acarrearía el despido. Como él mismo no sabía dónde, cómo ni cuándo, no le quedaba otra que permanecer expectante hasta que ocurriera lo que tuviese que ocurrir.

A esas alturas el narrador no sabía qué pensar. Veía el desasosiego que causaba todo esto al guardavía, porque en el fondo era un gran profesional que no sabía cómo resolver un problema que afectaba a su trabajo. Quiso tranquilizarle, mas fue en balde. Le inquietaba la historia, pero en el fondo creía que, más que fantasmas, lo que había era un problema en la cabeza de su interlocutor que quizá se solucionaría con una visita médica. Se despidió de él a las dos de la mañana, citándose para la siguiente noche.

Pero no hubo más encuentros. La tarde siguiente, el narrador paseaba por el terraplén situado encima de la caseta cuando, instintivamente, miró hacia la vía. Lo que vio le dejó aterrado: Cerca del túnel, un hombre hacía las mismas señales que el guardavía había descrito al hablar del espectro. Sin embargo, no era un fantasma. Era una persona real. De hecho, había más gente en el andén. También una pequeña tienda de campaña que no había visto antes.

El guardavía antes de ser arrollado por el tren
El guardavía – Imagen generada con Bing Creator

Pensando que algo iba mal, bajó a las vías y preguntó si sucedía algo. Y sí, sucedía. El guardavía había muerto aquella mañana, arrollado por un tren. Su cuerpo estaba en la pequeña tienda de campaña, a la espera de ser retirado. El maquinista del tren le explicó que el guardavía estaba dentro de la vía, de espaldas al túnel. Le avisó tocando el silbato para que se apartase, pero no hizo caso. Sin margen para frenar a tiempo, a la salida del túnel empezó a gritarle.

Espantado y sintiéndose culpable por no haber hecho nada, el narrador hizo una última pregunta. Quiso saber qué había gritado el maquinista. La respuesta le sobrecogió. Las palabras del conductor fueron: «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado, Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!». Lo mismo que le había dicho el guardavía, más lo que había pensado él la primera noche.

El maquinista aclaró algo más. Cuando ya el tren estaba prácticamente sobre el guardavía, el maquinista, sin parar de gritar, tapó su cara con el brazo izquierdo mientras hacía señales desesperadas con el derecho.

Personajes de El guardavía

  • Narrador. Cuenta la historia en primera persona. Por otros cuentos de la colección sabemos que su nombre es Jackson. Sin embargo, el nombre no se menciona en El guardavía, sino que asumimos que se trata del mismo viajero. Conoce al guardavía mientras pasea y traba cierta confianza con él, por lo que le habla de las visitas de los espectros. Sin embargo, él no cree al guardavías hasta el final de la historia.
  • El guardavía. Ignoramos su nombre. Tiene a su cargo un tramo de la línea en un apeadero solitario. El narrador lo describe como «un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas». Uno de los hombres que acude al apeadero tras el accidente dice que «no había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él». Es preciso en su trabajo, por eso se desespera cuando el espectro le visita por tercera vez. Entiende que ocurrirá una catástrofe, pero no sabe qué hacer para evitarla, y no puede imaginar que es el destinatario del tercer aviso. Muere arrollado por un tren.
  • El espectro. Su función es prevenir al guardavía de que va a pasar algo, pero no le da información para evitarlo. Aparece junto a la luz roja situada en la boca del túnel poco antes de que suceda el accidente.

Al final del cuento aparecen un par de personajes más, entre los que se encuentra el maquinista que arrolla al guardavía, pero no tienen recorrido. Su única función es informar al narrador de que hubo un accidente y cómo sucedió.

Fuentes consultadas
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