El desengaño amando, y premio de la virtud (María de Zayas)

VI maravilla de las «Novelas amorosas y ejemplares» de María de Zayas y Sotomayor

El desengaño amando, y premio de la virtud (en algunas ediciones, El desengañado amado, y premio de la virtud) es la sexta maravilla o cuento corto de las Novelas amorosas y ejemplares publicadas por María de Zayas en 1637. Concretamente, la que pone fin a la tercera noche.

La narración de esta maravilla corre a cargo de Lisis, que toma el relevo de Nise y La fuerza del amor. Recordemos que las Novelas amorosas y ejemplares de Zayas son narraciones enmarcadas, es decir, cada capítulo es una historia independiente contada por uno de los personajes. El narrador principal cuenta la historia de Lisis y sus amigos, que durante las cinco noches previas a la Navidad se reúnen para contar un par de cuentos (que la autora llama «maravillas») por noche, alternándose cada velada hombres y mujeres.

Argumento y análisis de El desengaño amando, y premio de la virtud

Empecemos por el título, que, una vez más, Zayas extrae de las vivencias de uno de los personajes. En este caso, de doña Juana, la desengañada amante que acaba ingresando en el convento de la Concepción en un intento desesperado por salvar su alma. Otra vez aparece el convento como lugar de refugio y salvación. Es un lugar recurrente en las novelas de Zayas.

Si atendemos al otro título (El desengañado amado… ), que aparece en la edición francesa de 1847 y también en ediciones menores -como la del diario español El Sol de 1991-, el desengañado es don Fernando, que al romperse el hechizo ve a Lucrecia tal cual es y no como creía que era. En ambos casos, el premio de la virtud es para Clara, que tras aguantar lo indecible, al morir su marido se desposa de nuevo, acertando esta vez con el matrimonio.

El desengaño amando, y premio de la virtud es una metáfora acerca de las consecuencias que acarrean nuestras decisiones. Don Fernando lo tiene todo, pero su carácter dado al vicio le lleva a tomar decisiones incorrectas que le procuran una muerte prematura. Sus decisiones afectan a la vida de otros: es el caso de doña Juana, que en el último momento decide redimir su vida pecaminosa ingresando en el convento; también de su esposa, doña Clara, y de sus hijas, a quienes condena a vivir en la pobreza mientras él disfruta del inagotable patrimonio de Lucrecia, quien le mantiene a su lado, engañado, gracias a la brujería.

La magia negra es otro elemento recurrente en las novelas de María de Zayas. No en balde, a pesar de la posición predominante de la Iglesia Católica y vivir en pleno apogeo de la Santa Inquisición, buena parte del pueblo conservaba creencias paganas y recurría a la magia para resolver sus cuitas. En El desengaño amando… vemos dos brujos: Lucrecia, la bruja romana que recurre a los hechizos para procurarse todo aquello que desea, y el estudiante de Alcalá, que usa la magia para resolver problemas ajenos.

El gallo con los ojos vendados simboliza la ceguera de don Fernando, inmerso en una especie de realidad paralela que le impide ver las cosas como son. De hecho, le impide hasta reconocer a su propia esposa. De otro lado, las sortijas verdes del estudiante donde se alojan los demonios reflejan la creencia en objetos mágicos (paganismo), pero también pueden ser una crítica o burla hacia las reliquias con supuestos poderes veneradas por el catolicismo.

El espíritu de Octavio es un claro ejemplo de cómo Zayas mezcla creencias. En el cristianismo, las apariciones se justifican como intervenciones divinas para advertir a los vivos (el mismo Octavio insinúa que le manda Dios). Sin embargo, también puede interpretarse dentro de un marco pagano en el que los espíritus de los muertos regresan para influir en los asuntos de los vivos. Sea cual sea la interpretación, la cuestión es que Octavio es determinante para la salvación de doña Juana y de las hijas de don Fernando.

Resumen de El desengaño amando, y premio de la virtud ¿De qué trata?

La maravilla de hoy sucedió en Toledo, ciudad donde vivía don Fernando, un joven caballero de noble linaje y buena posición económica: la familia no era rica, pero tampoco de las que doblaban el lomo. Vivían más que bien administrando sus asuntos. Don Fernando era un mozo valiente y de buen ver, pero de carácter laxo, lo que deslucía el resto de sus dones. Tras morir su padre, los vicios del muchacho se llevaron buena parte del patrimonio familiar.

En Toledo vivía también doña Juana, de veinte años, muy hermosa y con cuartos en su haber, pues era hija única y a la muerte de sus padres recibió íntegra la herencia familiar. Doña Juana tenía varios pretendientes, pero no le corría prisa el casarse. Al ser económicamente independiente, se podía permitir buscar un marido, como mínimo, a su altura. O sea, asegurarse un buen casamiento con un hombre al que quisiera.

Como no podía ser de otra forma, don Fernando conoció a doña Juana, se enamoriscó y empezó a cortejarla. No quería casarse con ella, pero sabía que para llevarse a la muchacha al huerto tenía que hacerle creer que su interés era el matrimonio. Por su parte, doña Juana se dejaba querer, admirada del talle y gallardía del galán. Aunque no era tonta, sí pecaba de ingenua: ella conocía a don Fernando y sabía de sus correrías, que juzgaba como los típicos pecadillos de juventud. Nada que su amor y el matrimonio no pudiesen cambiar. Bueno, está claro que se equivocaba.

Quien no erró el tiro fue don Fernando, que a fuerza de promesas, cartas, regalos y coplillas consiguió doblegar la voluntad de doña Juana. Como el matrimonio no entraba en sus planes, adujo que su madre era mayor, la boda le daría un disgusto y que mejor esperaban a que llegase el momento propicio. La cuestión es que los meses pasaban y el momento seguía sin llegar, y aunque doña Juana, cegada por el amor, tragaba con todas las excusas de su donjuán, tras seis meses de relaciones prematrimoniales don Fernando empezó a cansarse. Entonces entró en escena Lucrecia.

La tal Lucrecia era una amiga de doña Juana, cincuentona, de buen ver y con un patrimonio interesante. Además, era hechicera, aunque esto no lo sabía nadie. Por supuesto, también se enamoró de don Fernando. Intentó hacérselo saber cada vez que coincidía con él cuando visitaba a su amiga, pero, como el joven no se daba por enterado, optó por escribirle una carta declarándole su amor (y brindándole su hacienda) que tuvo efecto inmediato. Ese mismo día don Fernando acudió a su casa, de la que sería asiduo visitante.

Lucrecia hechizó a don Fernando para que se alejara de doña Juana, lo que se tradujo en un cambio abrupto en la actitud del muchacho que, obviamente, mosqueó a su prometida. A doña Juana no le costó mucho conocer la causa, y como sabía que a base de broncas no retendría a don Fernando a su lado, optó por un remedio que consideraba más eficaz. Una amiga le habló de un estudiante de Alcalá que sabía algo de brujería, y allá que se fue a conocerle. A don Fernando le dijo que iba a rezar una novena a san Diego para cumplir una promesa, así podría maquinar sin levantar sospechas.

Doña Juana se presentó en casa del estudiante con una carta de su amiga y veinte escudos a modo de presentación. El estudiante determinó que lo primero era saber si don Fernando quería casarse o no. Para ello, dio a doña Juana dos sortijas con piedras verdes que debería ponerse del revés cuando don Fernando la visitase. Tendría que tomar las manos de su amado de forma que las piedras tocasen sus palmas y plantearle la cuestión del matrimonio. El estudiante iría a verla ocho días después para recoger los anillos.

El estudiante advirtió a doña Juana que se quitara las sortijas después de la conversación y las guardara con sumo cuidado. Pero doña Juana delegó el cuidado de las joyas en una criada, a quien le gustaron tanto que, salvo en presencia de su señora, no se las quitaba ni para lavar la ropa en el río. Al cabo de los ocho días llegó el estudiante a recogerlas y partió a Alcalá, donde las estudiaría en profundidad para indicar a doña Juana los pasos a seguir.

Pero el estudiante no llegó a Alcalá. Los demonios que vivían en las sortijas le interceptaron a la salida de Toledo. Estaban cabreadísimos por el tute que les había dado la criada y la emprendieron a palos con el muchacho, parando sólo cuando ya le dieron por muerto. Eso sí, respondieron sus cuitas: doña Juana no se casaría con don Fernando porque estaban en pecado, y su destino no era otro que arder en el infierno.

Tuvo suerte el estudiante porque a la mañana siguiente le encontraron unos panaderos que le llevaron de vuelta a Toledo. Una criada de doña Juana lo reconoció y avisó a su señora, que mandó llevarlo a su casa y llamar a los médicos. Puesta al día sobre la charla que el estudiante mantuvo con los demonios, decidió que hasta ahí llegó la historia con don Fernando y empezó a pensar en cómo reconducir su vida para escapar del fuego eterno.

Pidió ayuda al estudiante para atraer a un antiguo pretendiente, Octavio, que, tras ser desdeñado en favor de don Fernando, decidió marchar a Nápoles. El estudiante le dio un papel y le dijo que cada noche se encerrase en su habitación y siguiese las instrucciones escritas. Al cabo de un mes, él volvería a Toledo para ver si el conjuro había tenido éxito. Y dicho esto, como ya estaba recuperado se volvió a Alcalá.

Doña Juana se puso manos a la obra esa misma noche. Tres noches después, el conjuro dio sus frutos. Bueno, los dio a medias, porque lo que se presentó no fue Octavio, sino su espíritu, pues Octavio había muerto y no fue al cielo, sino al infierno. Dijo ser enviado por Dios, que aún creía en la redención de la muchacha y le daba un último aviso para enmendarse. Dado el parte, se fue, y doña Juana, creyendo próxima su muerte, dio un grito y se desmayó.

Al día siguiente, habló con don Fernando: le puso al tanto de lo sucedido con el estudiante y además le dijo que, a ver, si en dos años no había encontrado el momento para hablar con su madre y casarse, quedaba claro que ganas de pasar por el altar no tenía. Que a ella ya le daba igual, porque había apostado por su salvación e ingresaría en el convento de la Concepción si él le ayudaba a pagar los mil ducados de dote que le pedían para tomar los hábitos. Don Fernando, encantado, aflojó la mosca y al cabo de ocho días, doña Juana entró en el convento.

Con doña Juana fuera de circulación, Lucrecia, confiada, relajó sus hechizos, mientras don Fernando se centraba en cosas importantes: el juego, lo que no tardó en generarle una gran deuda. Esto no le preocupaba mucho, pues su madre era mayor y en cualquier momento recibiría su parte de la herencia. La madre, por su parte, estaba empeñada en que su hijo sentara la cabeza, y aquí es donde aparece Clara, otra joven muy hermosa, hija de un mercader venido a menos económicamente, pero que aparentaba tener más de lo que en realidad poseía, con lo que se ganó el favor de don Fernando.

La dote se fijó en seis mil ducados que el mercader abonó a don Fernando con la promesa de darle más dinero en cuanto desinvirtiese parte de su capital, y que el galán empleó en pagar sus deudas. Se casaron sin pérdida de tiempo, y al cabo de un mes, el mercader, que veía que sus negocios no remontaban, optó por marchar a Sevilla y embarcar hacia las Indias sin avisar a nadie.

A don Fernando esto no le hizo gracia: se había casado por interés y de repente se veía sin los ingresos prometidos, con el suegro en fuga y con una esposa a la que no quería. Por suerte para Clara, su suegra sí la estimaba y la amparaba del maltrato de don Fernando. Y en estas estaban cuando Lucrecia se enteró del matrimonio de don Fernando, y cogió un cabreo que para qué.

Lucrecia lanzó un hechizo que tuvo a su amante seis meses en cama. Pero claro, luego pensó que, si se lo cargaba, se quedaba sin amante, así que cambió el hechizo, le permitió sanarse y lanzó otro para que el hombre cogiera tirria a su esposa. Eso se juntó con la muerte de la madre de don Fernando y la reaparición de un antiguo pretendiente de doña Clara, don Sancho, que era marqués. Sin su madre por medio y hechizado por Lucrecia, el desprecio de don Fernando por su esposa fue in crescendo, hasta el punto de no dejarse ver en días.

Al desdén marital había que sumar las deudas generadas por la afición al juego de don Fernando y el poco hábito que éste le tenía al trabajo. Total, que si no estaba jugando, estaba con Lucrecia. La cuestión es que se desentendió de su familia (para entonces tenían ya dos hijas) y no le importaba que pasara necesidad. Para el marqués era triste ver a Clara en esa situación, pero aunque intentó ayudarla, ella no se dejó. Era una mujer casada y no podía aceptar ayuda o regalos de otro hombre que no fuera su marido.

Al cabo de un tiempo, en Toledo ya era público que don Fernando había abandonado a su legítima familia para hacer vida marital con Lucrecia, por lo que la justicia decidió actuar de oficio. Para evitar ser juzgados, los amantes huyeron y se instalaron en Sevilla. Y no fue hasta año y medio después que doña Clara supo dónde estaba. Se lo dijeron unos caballeros recién llegados de la ciudad del Guadalquivir, a donde habían ido a hacer negocios.

Doña Clara estaba decidida a recuperar a su esposo y contó para ello con la ayuda de doña Juana, que acogió a las niñas (que por entonces contaban cuatro y cinco años) en el convento. Doña Clara agradeció el gesto, liquidó la poca hacienda que le quedaba y las dejó con su nueva madre, a quien dio cuatrocientos reales de plata para mitigar el gasto. Pagó las deudas de don Fernando y, con cien reales en el bolsillo, marchó a Sevilla.

La Sevilla de aquella época era una ciudad grande y con gran trasiego, pues eran muchas las gentes que iban por allí, bien para hacer negocios, bien para embarcar hacia las Indias. Y sin saber dónde buscar, es difícil hallar algo. Total, que pasó un trimestre, doña Clara se quedó sin blanca y buscó una casa donde servir para poder seguir buscando Por recomendación de una feligresa fue a probar suerte a una casa de postín que había junto a la iglesia mayor, donde vivía una mujer ya entrada en años con su marido, mucho más joven.

La sorpresa de doña Clara fue mayúscula al entrar en la casa y encontrar a don Fernando, como Dios le trajo al mundo (era verano), cantándole coplillas a Lucrecia. Él, por estar hechizado, no la reconoció. Y doña Clara, obviamente, no dijo nada. Inventó una historia para justificar su presencia en Sevilla y consiguió el trabajo. Y al cabo de un año, Lucrecia enfermó.

Doña Clara, que para entonces ya se había ganado el afecto y la confianza de la hechicera, fue llamada por esta para pedirle un favor: debía subir al desván y alimentar a un gallo que escondía dentro de un arcón. El gallo tenía unas anteojeras que por nada del mundo debería quitarle. Y si ella moría, doña Clara debería hacer un hoyo y enterrar en él al gallo, con las anteojeras puestas, junto al trigo que tenía dispuesto para alimentarle. Por supuesto, nadie, ni siquiera don Fernando, debía conocer la existencia del animal.

A doña Clara no se le escapaba la fama de bruja que tenía Lucrecia en Toledo, así que subió al desván con miedo, temerosa de lo que se pudiera encontrar. Abrió el arcón y echó el trigo, pero no pudo resistir la tentación de descubrirle los ojos. Hecho esto, cerró el desván y devolvió la llave a Lucrecia, que la guardó bajo su almohada.

A la hora de comer se encontraron doña Clara y don Fernando, quien, de repente, reconoció a su esposa. Lucrecia, al saberse descubierta, corrió al escritorio, donde guardaba una figura de cera con forma de hombre. Pasó un alfiler por la cabeza del muñeco, lo pinchó en el cuerpo y echó al hombrecillo de cera a la chimenea, donde ardió. Acto seguido, se suicidó clavándose un cuchillo sin que nadie pudiese evitarlo.

Lógicamente, allí se armó la marimorena y la casa se llenó de gente, incluidos los funcionarios que debían impartir justicia. Don Fernando contó su historia, y doña Clara contó la suya delante del asistente, a quien subió al desván para probar que todo lo que contaba era cierto. El asistente tapó y destapó los ojos del gallo varias veces, viendo cómo el comportamiento de don Fernando cambiaba al instante. Dio por buena la versión de doña Clara y les liberó a los dos. Confiscó los bienes para la hacienda real y ordenó quemar el cadáver de Lucrecia junto al gallo y cualquier otra cosa sospechosa de brujería.

Parecería un final feliz, pero lo fue a medias, porque el último hechizo de Lucrecia hizo efecto y don Fernando cayó enfermo de inmediato, muriendo días después en Toledo, donde habían vuelto con la esperanza de que mejorase. Recobrar la cordura le hizo darse cuenta de lo mal que se había portado con su esposa e hijas, y en sus últimos días dio muestras de sincero arrepentimiento.

El eterno enamorado de doña Clara, don Sancho, que a la sazón era marqués por haber fallecido su padre, se hizo cargo del entierro, pidiendo luego en matrimonio a la viuda, que le dio el sí. Y ahora sí termina la historia, con don Sancho y doña Clara felizmente casados y teniendo muchos hijos (las hijas anteriores se quedaron en el convento con doña Juana).

Personajes de El desengaño amando, y premio de la virtud

– Don Fernando. Podríamos calificarlo como una persona despreocupada y egoísta, pues sólo presta atención a sus deseos. No es que Lucrecia lo vuelva del revés, es que él ya andaba por caminos torcidos. Y el primer ejemplo es doña Juana, a quien engatusa con promesas de matrimonio que no tiene interés en cumplir. Sin embargo, la moralidad de la época le crea la obligación de casarse. Por eso paga la dote de doña Juana, para liberarse de esa obligación.

Su encuentro con Lucrecia es otra de sus malas decisiones. Para entonces, ya ha dilapidado parte de la fortuna familiar y prácticamente la totalidad del patrimonio de doña Juana en saldar las deudas contraídas por el juego. Las deudas son el único motivo por el que consiente en casarse con doña Clara, a quien cree rica y en cuyo padre ve un proveedor de fondos. Cuando se da cuenta de que esto no es así, empieza a maltratarla.

A partir de la muerte de su madre, predomina el papel de Lucrecia en su vida, pues ya no hay que guardar las apariencias. Cuando la justicia ordinaria empieza a investigar el amancebamiento entre ambos, huye con ella a Sevilla abandonando a su esposa e hijas. En Sevilla recobra la lucidez al romper doña Clara el hechizo del gallo, pero es demasiado tarde: sus acciones ya le han condenado, y aunque se muestra cariñoso con su esposa en sus últimos días, acabará acompañando a Lucrecia en el viaje al más allá. Quien mal anda, mal acaba, es lo que podemos decir en referencia a don Fernando.

– Doña Juana. Es una muchacha joven (tiene veinte años), de buen ver y con numerosos pretendientes. Quien se gana su favor es don Fernando, el peor de ellos. Al principio de la historia, doña Juana tiene un patrimonio más que decente que le asegura independencia económica. Sin embargo, para entrar en el convento debe pedir dinero a don Fernando. ¿Qué pasó entre medias? Para retener al galán, doña Juana claudica con las relaciones prematrimoniales, pero además le da acceso a su patrimonio, que él dilapida en el juego. Ella conocía de sobra a don Fernando, y a pesar de eso cae en su trampa.

Cuando llevan dos años de relación, doña Juana ya sabe que eso no tiene futuro. Es consciente de las malas artes de Lucrecia para arrebatarle a don Fernando, pero no se para a pensar en que, antes de aparecer Lucrecia, don Fernando no hacía más que ponerle excusas para evitar pasar por el altar. No obstante, ignora todas las señales y decide jugar todo a una carta: enfrentar a Lucrecia con sus mismas armas, para lo que recurre al estudiante de Alcalá.

La brujería no da el fruto esperado, pero ella toma nota del aviso: o renuncia a la vida que lleva, o acabará como Octavio, deambulando eternamente por el limbo. Es entonces cuando hace acto de constricción y entra en el convento, en un último intento por salvar su alma. La jugada le sale bien, y más adelante ayudará a salvarse a las dos hijas de don Fernando, a quienes acoge en el convento como propias.

El personaje de doña Juana toma una mala decisión tras otra, pero al final se planta y elige salvarse. Es decir, antepone su bienestar a las circunstancias que le rodean. Al contrario que doña Clara, no se responsabiliza de sus actos, por eso entra en el convento con la esperanza de que un tercero (Dios) le aparte del mal camino.

La decisión de doña Juana de acoger a las hijas de don Fernando y doña Clara es un acto de sororidad, una palabra muy en boga hoy día. Su deseo es ayudar a doña Clara, pero también proteger a las niñas para evitar que el comportamiento de su padre les arruine la vida. Para doña Juana, el convento es el único lugar donde pueden desarrollarse seguras y alejadas de las malas influencias.

– Lucrecia. Es una hechicera de origen italiano. Al introducir el personaje, la autora nos da un dato que hoy día pasa desapercibido y que sugiere cuáles son sus actividades: tiene cuarenta y ocho años, pero aún conserva su belleza. En una época (siglo XVII) en que la esperanza de vida rondaba los 60 años, alguien de cincuenta se consideraba anciano (y así se nos dice al final de la maravilla, cuando a doña Clara le aconsejan pedir faena en la casa donde vive una «ya mujer mayor». Echando cuentas, Lucrecia en ese momento rondará los 55).

Lucrecia se enamora de don Fernando y no duda en usar la magia negra para retenerlo. Da sobrada muestra de su amplio conocimiento en la materia: tan pronto le hace enfermar, como lo mantiene incondicionalmente a su lado. Es incluso capaz de matarlo una vez ella ya está muerta, porque si no es suyo, no será de nadie. Eso no es amor, sino una suerte de obsesión.

De todos modos, conviene recordar que Lucrecia, de primeras, no usa la brujería para atraer a don Fernando, sino que le deja una nota en la que expresa sin rodeos lo que quiere. Conoce al galán y está segura de sí misma, pero sabe que ni la belleza, ni el dinero y ni siquiera el sexo por sí mismos lograrán que don Fernando abandone su comportamiento promiscuo. Usa su personalidad para atraerlo y recurre a la magia negra para conservarlo.

Pese a ser una persona sumamente segura de sí misma y de su superioridad sobre el resto, Lucrecia comete un error: confiar en doña Clara para alimentar al gallo. Al ser descubierta, pierde su poder y decide suicidarse. Pero no se irá sola, don Fernando la acompañará. La diferencia entre ambos es que Lucrecia toma la decisión de irse para evitar ser encarcelada o quemada en la hoguera (eran los tiempos de la Inquisición), mientras que don Fernando simplemente paga el precio de sus malas decisiones.

Sabiendo que María de Zayas pasó parte de su vida en Nápoles, es inevitable trazar un paralelismo entre el final de la Lucrecia hechicera y Lucretia, un personaje histórico de la Antigua Roma. Las circunstancias que les llevan a la muerte difieren, pero ambas toman la decisión de suicidarse y lo hacen de la misma forma: hundiendo un puñal en su pecho.

– Doña Clara. Es la legítima esposa de don Fernando y la encarnación de la virtud. Doña Clara no sólo es abandonada por su esposo, sino también por su padre, que huye a las Indias antes de que su yerno descubra que está arruinado. No tarda mucho tiempo en descubrir que se ha casado mal, pero asume las consecuencias de sus actos y no busca consuelo ni ayuda en terceros, aunque esto le lleve a rebajar su estatus y desempeñar los trabajos más bajos con tal de que su familia salga adelante.

Cuando don Fernando la abandona y ella se entera de dónde está, decide ir a buscarle. Podía haber entrado en el convento con sus hijas y doña Juana, podía haber recurrido a embrujos y hasta podía haberse emparejado con don Sancho. Pero, una vez más, doña Clara toma las riendas de su vida y sale en busca de quien, para bien o para mal, es su marido. Las cosas eran así entonces y ella prioriza una posible reunificación familiar, a perder la honra dejándose ver con otro o aceptar la ayuda de don Sancho.

A pesar de conocer la fama de Lucrecia, no duda en entrar a servirla para estar cerca de don Fernando. Y aunque el miedo le acecha cuando Lucrecia le ordena subir al desván, finalmente lo vence y, además, se atreve a desobedecer a la hechicera quitándole las anteojeras al gallo, rompiendo así el influjo que la italiana ejerce sobre su marido. Que no es que le sirva de mucho, porque no obtiene más consuelo que el comportamiento cariñoso de don Fernando hacia ella en sus últimos días.

El premio de doña Clara es convertirse en esposa de don Sancho, cambiando así una vida de padecimientos por otra de felicidad y abundancia, pues su matrimonio le asegura también el estatus de marquesa.

– Madre de don Fernando. Tiene cierta influencia sobre don Fernando, aunque no logra meterle en vereda. Su hijo ya era un bala perdida antes de conocer a Lucrecia, lo que indica que, como hijo único, tal vez fue más consentido que educado.

Sabe de la relación entre doña Juana y don Fernando, pero desconoce el motivo real de la ruptura entre ambos (los hechizos de Lucrecia). Por eso, cuando ve que su hijo vuelve por los derroteros de la soltería, intenta encauzar su vida convenciéndolo para que se case con Clara, de quien acaba siendo protectora. Cada vez que don Fernando se sobrepasa con su esposa, ella corre al auxilio de la nuera.

Cuando muere, desaparece la última barrera de contención para don Fernando, que endurece el maltrato conyugal y finalmente abandona a su familia.

– El mercader. Padre de doña Clara. Es un comerciante arruinado que se quita el lastre de mantener a su hija casándola por medio de embustes. A don Fernando le entrega seis mil ducados de dote, pero la promesa es darle más dinero, pues en teoría sus negocios son prósperos. Su marcha a las Indias es una huida hacia adelante. Al contrario que su hija, él no asume su realidad y evita pasar la vergüenza de reconocerse en bancarrota. Prefiere empezar de cero en un sitio donde no le conozcan.

– El estudiante de Alcalá. Aficionado a la magia negra. Al contrario que Lucrecia, él intenta utilizarla en beneficio ajeno, aunque eso le reporte algún que otro inconveniente, como la paliza que recibe de los demonios. No obstante, resulta ser de gran ayuda para doña Juana, que decide entregar su vida a Dios tras invocar a Octavio.

– Hijas de don Fernando y doña Clara. No sabemos mucho de ellas, de hecho, nos enteramos de su existencia de pasada. Cuando ingresan en el convento tienen cuatro y cinco años, y cuando su madre vuelve un par de años más tarde y se compromete con don Sancho, ellas deciden seguir enclaustradas con doña Juana.

– Octavio. Antiguo pretendiente de doña Juana. Un año después de elegir clara a don Fernando, Octavio decidió marcharse de Toledo, encontrando la muerte a la salida de una casa de juegos. Su muerte podría ser un ejercicio moralizante que ejemplifique los peligros asociados al juego: no sólo la contracción de deuda, sino los ambientes asociados a este vicio.

Doña Juana recurre a la brujería para provocar su retorno, pero encuentra a su espíritu, que vaga por el limbo. A pesar de su resquemor hacia ella, regresa para advertirle sobre el destino que espera a su alma si no reconduce su vida. Este encuentro es el que la empuja a tomar la decisión de entrar en el convento.

– Don Sancho. Miembro de la nobleza (al final de la maravilla ha heredado el título de marqués). Antiguo pretendiente de doña Clara, que a pesar del matrimonio de esta se mantiene a su lado, siendo consciente de la vida que lleva su amada. Intenta ayudarle económicamente a través de regalos o dinero en efectivo, pero ella se niega a aceptar nada suyo («la mujer que recibe, cerca está de pagar», le dice). A él no le queda otra que respetar sus decisiones.

Cuando doña Clara marcha a Sevilla, él se va de Toledo, volviendo cuando le avisan de que ella ha regresado. Asume los gastos del entierro de don Fernando, procurándole una despedida digna de un noble. Siendo ya los dos libres (él no se ha casado), pide en matrimonio a doña Clara, que le da el sí. Asume la responsabilidad sobre las hijas de doña Clara, a quienes dota con mil ducados por cabeza, e inicia una nueva vida junto a su ya esposa.

Igual que sucede con doña Clara, don Sancho recibe la recompensa por mantenerse firme en sus sentimientos y respeto hacia ella, aunque el camino haya sido difícil. O sea, recibe también el premio de la virtud.

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