El celoso extremeño (Miguel de Cervantes)
Episodio VII de las «Novelas Ejemplares» de Miguel de Cervantes.
El celoso extremeño es la séptima de las Novelas Ejemplares de Miguel de Cervantes. Cuenta la historia de Felipo y Leonora, un matrimonio desigual (13 años ella por casi 70 de él), regido por el enfermizo empeño de Felipo de salvaguardar su honor poniéndole puertas al campo.
Coincidencias en El celoso extremeño
Sin embargo, hay quien hace otra lectura basándose en los nombres originales de los protagonistas: Filipo e Isabela. Isabela era el nombre de la hija de Cervantes, pero en este caso aludiría a Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II (Filipo/Felipo) quien casó con el monarca con sólo 13 años. Filipo e Isabela aparecen en el llamado Manuscrito o Códice Porras, pero en la primera edición de «El celoso extremeño» los nombres ya han cambiado, quizá para esquivar la censura de la época.

Lo cierto es que, además de la edad, hay similitudes entre la novela y lo que sabemos de la vida de los monarcas. Igual que el rey, el celoso extremeño no busca una esposa en sí, sino alguien que le dé un heredero. En ambos casos transcurren unos meses entre el matrimonio y la convivencia. Las dos viven en una especie de fortaleza (Valois vivió en el Alcázar de Toledo), y la cohorte de Leonora bien puede asemejarse a las damas de la reina, en el primer caso comandada por una dueña[1], en el segundo por la guarda mayor.
Felipe II era consentidor con Isabel y los dos lo eran con sus hijas, tal como lo era Carrizales con Leonora y las criadas, a quienes no negaba nada. La infidelidad (cierta o inventada) está presente en la realidad y en la ficción. Para más inri, Carlos de Austria (hijo de Felipe II y supuesto concubino de Isabel) no podía caminar erguido, por lo que cojeaba. Loaysa, su par en la ficción, se hace pasar por cojo cuando entabla conversación con Luis.
La última similitud la encontramos al final de la historia. En la realidad muere Isabel, en la ficción, Felipo. Tras la muerte de Isabel de Valois, Felipe II se recluyó por unos días en el monasterio de San Jerónimo y en lo sucesivo siempre vistió de negro. En la novela es Leonora quien, tras fallecer Carrizales, se retira a un monasterio tras ordenarse monja.
En conclusión, El celoso extremeño puede leerse como la historia de un celoso enfermizo, o como una sátira de la España de la época.
Resumen de El celoso extremeño
La historia comienza en Sevilla, donde llega Felipo de Carrizales tras años de dilapidar el patrimonio familiar en sus correrías por España, Italia y Flandes. Felipo desciende de una familia de nobles extremeños y malgasta en Sevilla el poco dinero que le queda. Arruinado, toma la decisión de pasarse a las Indias[2], tal como hacían en la época quienes habían desviado el camino de sus vidas.
Cuenta Cervantes que Felipo embarcó destino a Cartagena[3] cuando contaba 48 años, y que 20 años después sintió ganas de volver a la patria y desembarcó en Sanlúcar de Barrameda. Que se fue sin más equipaje que un jergón de paja y volvió rico, con dinero más que suficiente para vivir tranquilo el resto de sus días.
Al pisar suelo patrio buscó a familiares y amigos, mas estaban todos muertos. Descartó volver a su tierra porque la riqueza acumulada en América podía ser causa de envidias y molestias con sus vecinos, así que se estableció en Sevilla. Y allí, conforme se acercaba el momento del viaje final, pergeñó la idea de tener un hijo a quien dejar su fortuna. Aunque esto no era tarea fácil.

Felipo no sabía relacionarse con las mujeres y era profundamente celoso. De hecho, este era el motivo de que no se hubiese casado nunca. Sólo imaginar que alguien mirase a su ficticia esposa ya le ponía malo. Pero el tiempo apremiaba, y el deseo de tener herederos le hacía ver el matrimonio con otros ojos. Y en estas andaba, discutiendo consigo mismo sobre qué hacer con su vida, cuando en uno de sus paseos atisbó a Leonora.
Leonora estaba pacíficamente asomada a una ventana de su casa cuando Carrizales la vio. Tenía la muchacha entre 13 y 14 años, lo que a Carrizales le pareció perfecto, pues estaba a tiempo de moldearla a su gusto. Por lo que se veía a simple vista no debía pertenecer a una familia rica, así que sería fácil entrarles por la dote. Unos días después se presentó en casa de Leonora a pedir la mano de la niña a sus padres, que tras verificar que Carrizales era quien decía ser, se la dieron. La dote que pagó Felipo por Leonora fue de 20.000 ducados.
Tras darse el «sí, quiero», al celoso extremeño le poseyeron los celos. Su primer problema fue la ropa de Leonora. La niña necesitaba vestidos nuevos, pero Carrizales no permitía que un sastre le tomara las medidas. Recorrió toda Sevilla hasta que encontró una muchacha con un físico parecido al de su esposa, a quien mandó al sastre en sustitución de Leonora para la toma de medidas con que confeccionar los vestidos.
El segundo problema era dónde vivir, y el asunto era estratégico: Necesitaba un lugar seguro que mantuviera a Leonora lejos de miradas aviesas. Para el celoso, cualquier gesto, así sea un simple saludo, es malintencionado, así que antes de irse a vivir con su esposa, Felipo se centró en construir el hogar conyugal. Que más que un hogar, era algo así como una cárcel de alta seguridad.
Compró una casa con jardín en uno de los mejores barrios y tapió las ventanas. Para que aquello no fuese una mazmorra oscura, mandó poner claraboyas en el techo, de forma que podían verse las nubes, pero no la calle o los naranjos del jardín. Construyó un muro que separaba la casa del zaguán de entrada, y en el espacio entre ambos dispuso un pequeño establo con una mula, y en la parte superior del establo un pequeño pajar que habitaba el cuidador de la mula, quien recibía la comida a través de un torno.
El cuidador (que no tenía acceso a la casa y vivía emparedado entre el muro que protegía la vivienda y el que cercaba la propiedad) era un esclavo negro y, para evitar peligros, castrado. Vamos, que el celoso extremeño pensó en todo. Asegurados sus dominios, compró lo necesario para habitar la casa y aseguró provisiones para un año, pactando con el tendero una suerte de compra a domicilio: en un papel le escribían lo que había de llevar, y de buena mañana dejaba la mercancía en el torno.

Por último se hizo con dos esclavas negras y cuatro criadas blancas, que junto a la dueña serían las encargadas de acompañar y custodiar a Leonora. Y con los deberes hechos, fue a buscar a su esposa a la casa paterna. A los padres no les convencía mucho el destino de su hija, pero como el yerno eran tan generoso con ellos hacían la vista gorda. A Leonora la veían en la iglesia los días de misa, siempre antes del amanecer y en presencia de Carrizales.
Y así pasaron los meses, que a Felipo se le hicieron los mejores de su vida. La casa sólo tenía una llave que guardaba él, así que allí no entraba más hombre que el eunuco guardamulas y el tendero, quien nunca tenía contacto con nadie que no fuera Carrizales. Pero el problema de tener una casa así es que llama la atención y la gente se pregunta qué o quién hay dentro. Y esto fue lo que se preguntó Loaysa, un mozo del barrio que dio con la casa en uno de sus paseos.
Loaysa se las apañó para trabar amistad con Luis (así se llamaba el guardamulas) fingiendo ser un pobre lisiado que tocaba la guitarra para ganarse unas perras. Enterado de la historia de la fortaleza, se puso como objetivo llegar hasta Leonora, para lo cual debía ganarse la confianza del eunuco. Esto no le costó mucho, pues consiguió que Luis forzara la cerradura y le escondiera en el establo a cambio de enseñarle a cantar y tocar la guitarra. El primer muro estaba franqueado.
El segundo muro, además de ser exageradamente alto, sólo podía pasarse a través de una puerta cuya llave guardaba Carrizales con gran celo. No la soltaba ni para dormir. Así que a Loaysa no le quedó otra que recurrir a sus dotes de conquistador. Que funcionaron, claro, porque a esas alturas, la casa, donde llevaban meses encerradas siete muchachas en edad de descubrir mundo, era un polvorín.
La cohorte de Leonora interrogó a Luis sobre la música atípica que empezaron a escuchar. E incrédulas supieron de la amistad del guardamulas con Loaysa y cómo el extraño se había acoplado en el pajar. Quisieron comprobar la veracidad de la historia, así que esa noche abrieron un pequeño agujero en el torno a través del cual pudieron ver al zagal cantar coplillas. Y cuando vieron (especialmente la dueña) que alguien del género masculino se había colado en la propiedad, el polvorín estalló y se convirtió en prioridad absoluta que entrase en la casa.
Mas para meter a Loaysa en la fortaleza necesitaban de la complicidad de Leonora, a quien llevaron al torno la noche siguiente casi a rastras, ya que la muchacha estaba temerosa de que su marido despertase. Tras ver el concierto y achuchada por la dueña, aceptó que el cantor entrara en la casa siempre que jurase respetarlas y obedecerlas. Y como Loaysa juró, trazaron el plan de entrada, que fue el siguiente: el mozo conseguiría alguna pócima que sumiese en un sueño profundo a Felipo, dando tiempo suficiente para robarle la llave y copiarla en un molde de cera.
Estando todos de acuerdo y emocionadas las doncellas, Leonora corrió a su alcoba por si Carrizales despertaba. Loaysa encargó a su cuadrilla algún remedio que provocase el sueño y les conminó a buscar un cerrajero que hiciera una copia de la llave. Y pasaron el resto de la noche como pudieron, más bien en vela debido a la emoción que les embargaba.

La noche siguiente acudieron al torno la dueña y las criadas, mas no Leonora, ya que Felipo había cerrado la puerta con llave para dormir y la joven no podía cogerla porque no la tenía bajo la almohada, como de costumbre, sino entre los colchones. Al punto aparecieron los colegas de Loaysa con un ungüento que la dueña entregó a Leonora a través de una gatera. Debía aplicarlo en sienes y muñecas, pero ella lo untó también en algunos sitios más. A los pocos minutos Carrizales roncaba con solera, momento que aprovechó para moverlo y coger la llave.
Sin embargo, no se atrevió a salir del cuarto por si su marido despertaba. Mandó a la dueña a abrir la puerta y llevar hasta la casa a Loaysa, cosa que esta última hizo con extrema rapidez. Marialonso (que era el nombre de la dueña) volvió a tomar juramento de obediencia al joven antes de abrirle el paso. Cumplido el trámite, abrió la puerta, y, ante el alborozo general, Loaysa fue conducido al interior de la casa, donde aguardaba, entre ansiosa y temerosa, Leonora.
Una de las criadas negras, Guiomar, quedó encargada de vigilar a Felipo mientras las demás se recreaban con la visión de Loaysa en una sala anexa. El mozo las obsequió con unas coplillas, y cuando estaba cantando: «Madre, la mi madre/guardas me ponéis/que si yo no me guardo/no me guardaréis…» entró Guiomar, asustada, dando aviso de que Carrizales había despertado.
El grupo entró en pánico, incluído el avispado galán, resuelto para algunas cosas pero cobarde para otras. Las mujeres se dispersaron, Luis corrió a esconderse en su pajar y en la sala quedaron Marialonso, Leonora y Loaysa. La dueña mandó al cantor a ocultarse en su habitación y quedó en la sala con Leonora, quien se tiraba de los pelos por haber permitido tal desmadre. Pero se tiraba flojito, que la vista del mancebo no era la misma que la de su esposo-abuelo.
Luego de un rato de espera, en vista de que Carrizales no aparecía, Marialonso se aventuró a ir hasta el dormitorio. Suspiró aliviada al comprobar que dormía, y, tras comunicárselo a Leonora, la dejó sola en la sala con el pretexto de ir a buscar a Loaysa, que seguía escondido y temblando por lo que pudiera suceder.
El joven respiró aliviado, pero la dueña no estaba dispuesta a dejarlo marchar así como así. Tanto tiempo de encierro le había generado ciertas ansias que deseaba que el muchacho calmara. Y Loaysa, sin más opción, acordó con ella que resolvería su urgencia sólo si antes le ayudaba a cumplir la suya con Leonora. A la dueña esto no le gustó, pero pensó que, ya puestos, mejor segundo plato que nada. Y salió a camelarse a su señora.

Leonora no estaba muy convencida, pero Marialonso no atendió a razones. Mandó a las criadas a dormir y, como Leonora no acababa de decidirse, la cogió de la mano y la llevó hasta el habitáculo donde esperaba Loaysa. La calentura era ya un problema que quería solucionar esa misma noche, y si para eso tenía que obligar a Leonora, pues lo hacía y punto. Les echó la bendición, cerró la puerta y se retiró a la sala a esperar su turno.
El falso aviso de Guiomar fue un intento de alejar a Leonora de la tentación. Pero hete aquí que a Carrizales le dio por despertarse antes de tiempo, cuando ya todas las criadas estaban durmiendo. Vio la puerta abierta, que Leonora no estaba y que la llave faltaba. Y con los celos de fiesta y el corazón a mil, salió a buscarla.
En la sala anexa encontró a la dueña durmiendo en una silla e imaginó la razón por la cual no estaba en su alcoba. Y acertó. Abrió la puerta y encontró a Leonora durmiendo plácidamente junto a Loaysa. Que consumar, parece que no consumaron, pero las emociones de días pasados les hicieron caer en un profundo sueño. A Carrizales casi le dio algo. Quedó tan impactado que no pudo ni gritar, ni cabrearse, ni matar a nadie. En lugar de eso, volvió a su habitación con el tiempo justo para caer en la cama tras desmayarse.
Bien entrada la mañana abrió los ojos Leonora, que se espabiló del susto por las horas que eran. Corrió al cuarto marital, donde encontró a Felipo dormido (ella no sabía lo del desmayo). Se asustó y lo zarandeó hasta que despertó. Y este, que no se quitaba de la cabeza la visión de Leonora durmiendo abrazada a Loaysa, le dijo que no se sentía bien y que mandase llamar a sus padres.
Leonora se asustó. Luis salió escopetado a buscar a los padres de Leonora, que se quedó junto a Carrizales dispensándole toda suerte de caricias y palabras dulces. Pero al viejo cada caricia se le hacía una cuchillada, y a las palabras y llanto de la muchacha respondía con risotadas, pues tenía la certeza de que eran falsas. Y así, ignorando cada uno el porqué del proceder del otro, estuvieron hasta que llegaron los padres de Leonora.
En ese momento soltó Felipo lo que pasaba. Leonora se desmayó, Marialonso no sabía dónde meterse y los padres no sabían qué decir. Carrizales expresó su deseo de cambiar el testamento, designando que Leonora fuera la heredera de su fortuna y que se casase con quien le había quitado a él su honra. Dobló la dote de Leonora para dejar bien posicionados a sus padres y concedió carta de libertad a Luis, las dos esclavas negras y demás criadas. A la dueña simplemente dispuso pagarle su sueldo. Y dicho todo esto, se desmayó junto a su esposa.

Los suegros observaban atónitos la imagen del matrimonio desmayado. Marialonso corrió a contar las buenas nuevas a Loaysa, quien se vistió y salió de la casa como pudo. El padre de Leonora fue en busca del escribano que certificaría el cambio de testamento, y luego simplemente esperaron a que alguno de los dos volviera en sí.
Durante los siguientes días Leonora intentó disculparse con Carrizales, pero cada vez que intentaba explicarse, acababa desmayada. Logró decir que a Felipo le había faltado de pensamiento, mas no de obra, pero el viejo ya lo había tomado como un castigo divino por no tener la suficiente confianza en Dios. Al séptimo día falleció, y todos -menos la dueña- quedaron muy tristes, pero consolados por la generosidad testamentaria.
Loaysa esperó otra semana a que Leonora cumpliera la voluntad de su difunto esposo, y cuál sería su sorpresa cuando la vio ordenarse monja en el monasterio más apartado de la ciudad. Vaya, que había montado semejante lío para nada. Avergonzado, enfiló el camino hacia las Indias, tal como hizo Carrizales dos décadas atrás.
Personajes de El celoso extremeño
– Felipo Carrizales. Un noble despilfarrador y mujeriego que, viéndose sin blanca, emigra a América con el propósito de enderezar su vida. Regresa a España convertido en un rico hacendado, pero su propósito de enmienda no ha cambiado su trato hacia las mujeres. La única forma que encuentra para relacionarse pasa por escoger una esposa considerablemente más joven (que no chistará sus órdenes y se amoldará fácilmente a su carácter), a quien encierra para evitar las tentaciones.
Las precauciones de Felipo se desmoronan cuando, de algún modo, los habitantes de la casa se rebelan y dejan pasar a Loaysa. En lugar de mirar hacia dentro, Carrizales toma lo sucedido como un castigo divino que le cae encima por no confiar en la providencia, cuando, tal vez, lo que le faltó fue confiar en su esposa y quienes le rodeaban en lugar de condenarlos a vivir enclaustrados.
En el texto original se alternan los nombres de Felipo y Filipo, aunque las más de las veces se refiere a él como Carrizales. Felipo aludiría al entonces rey de España (Felipe II) y lo que este representaba, mientras que Filipo referiría al real de plata[R1].
– Leonora (Isabela en el borrador que aparece en el Códice Porras). Carrizales la ve en uno de sus paseos y decirle tomarla como esposa. Es una preadolescente que no sabe nada de la vida adulta. De casada sigue teniendo actitudes infantiles, como jugar con muñecas. Carrizales la encierra en casa para evitar que otros hombres puedan verla, pero finalmente sucumbe (o no) a los encantos de Loaysa. Cuando Carrizales fallece, ella toma la decisión de ordenarse monja.
Durante todo el relato la vida de Leonora está sujeta a decisiones ajenas. Carrizales la elige, sus padres consienten a pesar de la abrumadora diferencia de edad, otra vez Carrizales escoge la morada, compañías y estilo de vida que llevará. La designa también como madre de sus hijos, pero este escenario no llega a darse. Y luego es Marialonso, la dueña, quien decide entregarla a Loaysa como medio de canje para conseguir los favores del joven. La última decisión la toma Carrizales, mandatando en su testamento que Leonora matrimonie con Loaysa.
Sólo al final de la historia se hace valer, cuando movida por la mala conciencia o tal vez porque está harta de que todos la mangoneen, toma la decisión de ingresar como monja en un monasterio, ignorando la última voluntad del celoso extremeño.
– Luis. El guardamulas. Es un esclavo negro que vive emparedado entre los muros que guardan la vivienda. Gracias a la música traba amistad con Loaysa, a quien acaba metiendo en la propiedad. Carrizales le devuelve la libertad antes de morir. Luis es, junto a Carrizales, el único varón que reside en la fortaleza. Está castrado, por lo que no supone un peligro para las doncellas, pero aún así es condenado a vivir entre los dos muros con la única compañía de la mula.
– Loaysa (Loaisa en el manuscrito del Códice Porras). Un mozo de barrio, sector que Cervantes describe como «gente ociosa y holgazana». Un prenda, vamos. Pasa frecuentemente por delante de la casa de Carrizales, hasta que un día decide investigar quién vive ahí y el motivo de tan curiosa construcción. Utiliza a Luis para colarse en la casa y a la dueña para encamarse con Leonora, con quien no está del todo claro si llega a tener algo más que palabras, pues hay dos versiones: la del Manuscrito Porras que sostiene que sí, y la publicada, que ni confirma, ni desmiente.
Cuando el narrador habla del despertar de Leonora y Loaysa, dice:
Unas páginas después, cuando Leonora intenta disculparse con Carrizales, argumenta:
Pareciera que el narrador se hace eco de un rumor cuya certeza no puede aseverar, o quizá sí, pero se abstiene de afirmarlo.
El personaje de Loaysa tiene dos finales. La versión del Manuscrito o Códice Porras (anterior a la primera edición) cuenta que acabó sus días por un arcabuzazo mientras luchaba contra los infieles. Sin embargo, la publicada lo manda a las Indias, donde emigró Felipo más de dos décadas atrás. No es la única similitud entre los dos personajes, ya que al principio de la novela Cervantes habla de un Carrizales arruinado y poco recatado en el trato hacia las mujeres. Loaysa es la historia que se repite.
– Marialonso. Filipo la contrata como dueña para que mantenga vigiladas a Leonora y a las criadas y sirvientas, pero en la práctica es quien lleva a Leonora a la perdición. Se encapricha de Loaysa, y para conseguir al joven no duda en entregarle a Leonora. Cuando Carrizales descubre el pastel, se muestra generoso con todos menos con la dueña, quien termina sus días sola y en la pobreza. El personaje de Marialonso se llama González en el texto que aparece en el Manuscrito Porras, pero Cervantes le cambia el nombre en la primera edición.
– Las criadas y esclavas. Cervantes explica que son dos esclavas negras (una de ellas sabemos que se llama Guiomar), y cuatro blancas. Algunas de la misma edad y otras próximas a la edad de Leonora, con quien comparten juegos y aficiones. Como también están encerradas, se sienten atraídas por Loaysa y colaboran para que pueda entrar, aunque luego son apartadas a un segundo plano por Marialonso. Al morir Felipo, todas recobran su libertad y reciben cierto capital.
– Los padres de Leonora. Personajes anecdóticos. Nobles sin posibles (seguramente hidalgos) que, a pesar de la diferencia de edad, consienten el matrimonio de Leonora con Carrizales argumentando que es un buen partido para la muchacha (y para ellos, pues la generosa dote de Carrizales les permite mejorar su nivel de vida). Carrizales se muestra generoso con ellos en su testamento, doblando la dote que pagó por Leonora.
^ (1) Equivalente al ama de llaves o jefa del servicio. Las dueñas solían ser mujeres viudas que se encargaban de controlar a los criados y aseguraban el orden en la casa.
^ (2) Pasarse a las Indias era emigrar a América.
^ (3) Felipo viaja primero a Cartagena de Indias (ciudad portuaria de Colombia) y luego a Perú.
^ (R1) Luttikhuizen, F. (1993). Apuntes sobre el nombre de pila de «El celoso extremeño». Actas del III Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas, 519-525. https://cvc.cervantes.es/literatura/cervantistas/coloquios/cl_III/cl_III_45.pdf