El castigo de la miseria (María de Zayas)
III maravilla de las «Novelas Amorosas y Ejemplares» de María de Zayas y Sotomayor
El castigo de la miseria es la tercera maravilla de las Novelas Amorosas y Ejemplares publicadas en 1637 por María de Zayas y Sotomayor. Zayas llama «maravillas» a cada una de las novelas cortas que integran el volumen, un tanto hastiada del término «novela».
El marco de las Novelas Amorosas y Ejemplares es la casa de Lisis, donde se reúnen sus invitados. Cada una de las cinco noches previas a Navidad, a modo de cuentacuentos de Adviento, dos de ellos cuentan una maravilla al resto. Se trata, por tanto, de narraciones enmarcadas. La narración enmarcada es el relato que se cuela dentro de otro relato y es narrado por alguno de los personajes, no por el narrador principal. De un lado tenemos las cuitas de Lisis y compañía, y por otro los personajes de las diferentes historias, independientes entre sí y unidas sólo por el hilo principal.
La segunda noche, Juan coge el relevo de Lisarda (Aventurarse perdiendo) y Matilde (La burlada Aminta, y venganza del honor) e inaugura la velada con El castigo de la miseria, una maravilla de género picaresco que hace hincapié en que las cosas no siempre son lo que parecen, menos aún cuando las miras bajo el prisma de la avaricia.
Resumen de El castigo de la miseria
El protagonista de esta historia es don Marcos, un navarro que con doce años llegó a la Villa y Corte (para los no familiarizados con la denominación, Madrid) en busca de fortuna, pues en su tierra la miseria le carcomía. Don Marcos era huérfano de madre y su única familia era su anciano padre. El buen hombre era muy mayor y don Marcos convirtió su edad en fuente de ingresos, ya que la gente le compadecía al tener que hacerse cargo de un anciano.
Sin embargo, la caridad no era suficiente y a don Marcos sólo le llegó para tener un jergón multiusos que usaba tanto para dormir como para sentarse a comer. Y un buen día se cansó y marchó a la capital, donde se empleó como paje del príncipe. En contra de lo que se pueda suponer, el puesto no era nada rimbombante, más al contrario: sus compañeros de viaje eran «picardía, porquería, sarna y miseria». Es decir, a causa de la miseria vivía en condiciones insalubres que provocaban enfermedades como la sarna, y para salir de esa situación era necesaria la picardía, porque con el sueldo no bastaba.
Con el tiempo, don Marcos dejó atrás la porquería y la sarna. La miseria fue más difícil, porque los dieciocho cuartos que cobraba no daban para gran cosa, pero estaba decidido a salir de la pobreza y moderó el gasto todo lo que pudo. Esto significaba, por ejemplo, comer menos («Era don Marcos de mediana estatura, y con la sutileza de la comida se vino a transformar de hombre en espárrago», dice el narrador) y echar mano de la picaresca para que el estómago no se quejase tanto.
Lo que don Marcos ahorraba en condumio lo afanaba de los platos de sus compañeros, que acabaron por conocer sus intenciones y, al verle entrar al comedor, o acababan la comida de golpe, o tapaban sus platos para evitar el gorroneo. Si le tocaba servir al príncipe, al quitar la mesa vaciaba los restos con tanto esmero que los platos volvían a la cocina relucientes.
Con el tiempo, don Marcos se ganó la confianza del príncipe y ascendió a gentilhombre, pasando a ganar cinco reales y cinco maravedís. Pero ganar más no cambió las costumbres de don Marcos, que debió ser socio fundador de la hermandad del puño cerrado. Como por aquel entonces las casas carecían de agua, un par de veces por semana pedía al aguador que le llenase un jarro, y con eso le bastaba para el aseo semanal. Tampoco había luz y él intentaba no comprar velas, si acaso mangaba alguna que gastaba con extrema precaución.
Para otras tareas, como hacer la cama o vaciar el tarro que hacía las veces de orinal, pagaba a algún muchacho que quisiera ganarse un cuarto, y de vez en cuando contrataba algún criado. Si quería beber vino no lo compraba, sino que aguardaba a que pasara algún vinatero por su puerta y le pedía que le dejase probar la mercancía.
En fin, que mangando aquí y rapiñando allá, don Marcos llegó a la treintena soltero y con seis mil ducados en el bolsillo. Lo del bolsillo es literal, no se separaba del dinero ni para dormir. Este dinero le convertía, pese a la mala opinión que quienes le conocían tenían de él, en un buen partido, así que pretendientas no le faltaban. Pero él, fiel a su condición y viendo en el matrimonio un gasto, se mantenía firme en su soltería. Hasta que conoció a doña Isidora.
Doña Isidora era una sevillana viuda de treinta y seis años. Algo mayor que don Marcos, pero de buena presencia y adinerada, o al menos eso se rumoreaba en la villa. Por medio de un pícaro celestino (no sólo ellas iban a jugar este papel) hizo llegar a don Marcos su interés por matrimoniar, haciéndole saber que disponía de unos quince mil ducados de dote y una buena hacienda. Y para que su pretendido lo comprobase, le invitó a merendar aquella misma tarde.
A don Marcos se le hicieron los ojos chiribitas cuando entró en el casoplón de la dama, donde fue obsequiado con tal merienda, que engulló de golpe lo que no había comido en una semana. Con doña Isidora vivía Agustinico -su sobrino veinteañero- e Inés y Marcela, sus criadas. Marcela amenizó la comilona cantando unos versos muy del gusto de don Marcos, que al acabar la jornada no albergaba dudas de casarse con doña Isidora y convertirse en dueño y señor de sus dominios.
Volvió don Marcos a su posada echando cuentas del negocio que podría hacer. A sus seis mil ducados sumaría los quince mil de doña Isidora, pero también el dinero que sacase vendiendo la mayor parte del ajuar de la casa, que le daría buenos cuartos para invertir y vivir de rentas el resto de su vida. A fin de cuentas, para vivir bastaba con una cama, una mesa y una vajilla básica. El resto era un lujo prescindible. Y así, haciendo las cuentas de la lechera, se fue a dormir.
El celestino casamentero volvió a casa de doña Isidora a dar cuenta de lo dicho por don Marcos, y esta le encargó que al día siguiente le llevase de vuelta a la casa para comer y arreglar los papeles con el notario, pues el compromiso salía adelante. Don Marcos acudió encantado, claro está. Hubo alguna rencilla tras la comida, cuando el novio descubrió que Agustinico gustaba de apostar a las cartas. Pero doña Isidora le prometió que su sobrino se quitaría del vicio y no le daría disgustos por ese lado. Luego, Marcela e Inés amenizaron la sobremesa con música, canto y baile hasta que llegó uno que dijo ser notario para inventariar los bienes que ambos aportaban al matrimonio.
El notario, en verdad, tenía poca pinta de notario, pero a don Marcos no le importó demasiado, ansioso como estaba de acabar con la burocracia e instalarse en su nueva casa. Doña Isidora cifró su dote en doce mil ducados y la casa (que pasaría a ser de don Marcos). Después bailaron, cenaron y celebraron hasta tarde, y aunque don Marcos quiso quedarse a dormir con la que ya consideraba su esposa, doña Isidora dijo que nanai, que sin boda él no tocaba la cama.
La mañana siguiente don Marcos se encargó de sacar las amonestaciones, tras lo que tendrían que esperar tres días. Finalmente se casaron un lunes de agosto, que, sin ser tan puñetero como el martes, también resultó tener su gracia. La noche de bodas empezó con un accidentado, el sobrino Agustín, al que su tía corrió a consolar para contrariedad de su recién estrenado esposo, quien mató el tiempo ordenando cerrar puertas y ventanas para cabreo de Marcela, acostumbrada a zascandilear hasta tarde. Pero ahora don Marcos mandaba, y el hombre quería tener a salvo de ladrones la propiedad.
Cuando la casa estuvo sellada y doña Isidora consideró que Agustinico estaba servido de arrumacos, los recién casados se retiraron a dormir. Bueno, a hacer uso del matrimonio, que para algo era la noche de bodas. Pero a Agustín -que en realidad era el querido de doña Isidora y no su sobrino carnal- le faltaba algo, y pidió a Inés que fuera a hacerle compañía esa noche. E Inés, que bebía los vientos por él, accedió encantada de la vida.
Ella fue la primera en despertar el martes, pues no quería que doña Isidora le pillase en la cama con Agustín. Buscó a Marcela, sin éxito: la criada había salido a encontrarse con un amigo, dejando la puerta del corral abierta. Al ver esto y no hallar rastro de Marcela, Inés empezó a llamar a doña Isidora a voces, de suerte que el primero en despertar fue don Marcos y no su señora.
El nuevo esposo apremió a su consorte a salir de la cama y revisar si le faltaba algo. Al que de pronto le faltó el aliento fue a él: al abrir la ventana y mirar hacia la cama, en lugar de a su esposa encontró a una anciana medio calva y bastante estropeada que le dio un susto tremendo. Por increíble que parezca, nadie suplantó a doña Isidora. La momia que había en la cama era ella misma, pero sin filtros. Y sin dientes, que algunos estaban tirados por la cama y otros enredados en el bigote de don Marcos. La mujer se recolocó la peluca como pudo -mal- y se levantó bastante apurada.
Doña Isidora corrió a acicalarse y descubrió que faltaban sus joyas. No sólo eso, también desapareció la cadena de don Marcos, que costaba doscientos escudos y se había puesto el día anterior para casarse elegante. Al hombre casi le dio un síncope. Doña Isidora corrió a otro cuarto a arreglarse mientras él daba vueltas desesperado a medio vestir. Mientras, Inés fue al cuarto de Agustín a informarle de lo que pasaba, y este, tras reírse un rato de la situación, salió a consolar a su tío, que para entonces no dudaba en atribuir el robo a Marcela.
Los bienes de fortuna son aquellos que se pierden fortuitamente y no por descuido de quien los custodia. La noche anterior, don Marcos hace cerrar la casa a conciencia, pero no puede prever que la criada les va a robar. Es algo que no está bajo su control, y por eso Agustín achaca a la casualidad o a la mala suerte la falta de los bienes.
Más calmado, don Marcos se reencontró con doña Isidora, que salía de acicalarse y se parecía más a la mujer con la que se había acostado, que a la anciana con quien se había levantado. Creyó ver visiones, pero eso no era ahora lo importante. Lo importante era dar con Marcela, y ahí que se fue a buscarla con Agustín, mas al cabo de un rato se volvieron de vacío: a Marcela se la había tragado la tierra y ellos tenían que celebrar la tornaboda, aunque malditas las ganas de celebraciones que tenía don Marcos.
Se disponían a comer cuando llegaron dos criados del Almirante a hablar con doña Isidora. Un mes atrás, su señor le había prestado un servicio de plata y quería que se lo devolviera. Don Marcos se negó: el servicio de plata era parte de la dote y, por tanto, de su propiedad. Él tenía en mente venderlo y no iba a tolerar que nadie se lo llevase. Pero no hubo nada que hacer. La plata era del Almirante y se fue con los criados del Almirante.
El cabreo de don Marcos fue inmenso. Se sentía engañado y amenazó con poner pleito de divorcio. Y doña Isidora, pues reconoció haberle colado esa mentirijilla, ahora bien, don Marcos debía entender que el engaño estaba justificado si el fin era casarse con él. El ego aplacó a la ira y el matrimonio se mantuvo, aunque con frecuentes rifirrafes que aplacaba Agustín. Este era el que mejor vivía, porque mantenía el título de sobrino, pero ahora por las noches le acompañaba Inés, había salido ganando.
Recapitulemos: el primer día de casado, don Marcos se quedó sin su cadena de doscientos escudos, el servicio de plata y, de rebote, las joyas de doña Isidora. Parecía que se quedaba ahí la cosa, pero no. Unos días más tarde se presentó un alquilador de ropa que se había enterado del casamiento. La mujer debía tres meses del alquiler del estrado y la colgadura, y además debía devolverlo, porque se daba por hecho que una mujer casada no necesitaba alquilar esas cosas.
Con colgadura se refiere a las cortinas que antaño rodeaban las camas y se cerraban para dormir o hacer uso del matrimonio. Por su parte, el estrado era el lugar de la casa que ocupaban las mujeres, una especie de plataforma ubicado en un lugar estratégico de la casa donde pasaban la mayor parte de su tiempo e incluso recibían a sus visitas.
Naturalmente, el alquiler atrasado lo pagó don Marcos, quien después propinó una paliza a su señora. Con los gritos salió el dueño de la casa (que vivía en el piso principal) y les dijo que, si iban a seguir a bronca diaria, se buscasen otro alojamiento. Ese fue el remate para don Marcos, que estaba convencido de que la casa era suya, pues estaba incluida en la dote. Pero también esto resultó ser falso: doña Isidora vivía de alquiler, y quien les exhortaba a marcharse era el legítimo propietario de la casa. Claro, después de la bronca y las amenazas que acababa de proferir don Marcos, ya no tuvieron más remedio que liar el petate y buscar techo.
Don Marcos, acompañado de Agustín, reservó un par de habitaciones en una posada cerca de palacio, que al menos así tendría cerca el trabajo. Volvió a casa a última hora de la noche y se acostó. A la mañana siguiente, Inés salió a buscar un carro para llevar la mudanza al nuevo hogar. Doña Isidora y Agustinico cargarían el carro y don Marcos se encargaría de recibirlo en la nueva morada, de modo que se fue allá a esperar.
Pero las horas pasaban y el carro no llegaba. A eso de las doce, don Marcos volvió a la casa a ver si habían tenido algún percance, mas allí no había nadie, salvo una vecina que dijo haberlos visto partir hacía rato. Don Marcos dio la vuelta presuroso por si lo estaban esperando. Pero no, en la posada tampoco estaba el carro. Pensando ya lo peor, don Marcos volvió a la casa, abrió la puerta de una patada y comprobó que ahí dentro sólo quedaban platos y cosas de poco valor. El resto, incluyendo su ropa y sus seis mil ducados, habían volado.
Lo que pasó fue simple: cuando don Marcos salió aquella mañana hacia la posada, doña Isidora, Agustín e Inés cargaron el carro y partieron de inmediato, pero no hacia el punto convenido, sino hacia Barcelona. Y aunque don Marcos intentó dar con el carruaje, no lo consiguió, así que tuvo que dar todo por perdido. Más que eso: como había comprado de fiado traje y joyas a doña Isidora para que los llevase en la boda, ahora estaba endeudado.
Se dirigía a palacio mientras intentaba asimilar la nueva situación cuando se encontró con Marcela en la calle Mayor. La encaró para que le devolviese lo robado, pero esta afirmó haber actuado por orden de Agustín y doña Isidora. También le informó de quién era en realidad Agustín, hundiendo a don Marcos un poco más en la miseria. A estas alturas, la única esperanza de don Marcos era averiguar a dónde se dirigían los ladrones. Y Marcela, que vio negocio en su desesperación, se ofreció a presentarle a su prometido, que por medio de la brujería podría dar con ellos.
Don Marcos pidió prestado a un criado que conocía y fueron a ver al encantador, que a la sazón vivía en casa de Marcela. Como invocar espíritus no era tarea fácil, el trabajo no podía hacerse en ese momento. Acordaron que don Marcos volvería al cabo de ocho días con los ciento cincuenta reales necesarios para que funcionasen las líneas con el más allá. A cambio, el encantador le diría el paradero exacto de los fugitivos.
Durante esa semana, lo que realmente hizo el encantador fue amaestrar un gato que haría las veces de diablo. Al abrir la trampilla de una gatera, el animal debía saltar por la ventana, donde había una red para recogerlo. Cuando el gato aprendió su cometido, avisó a don Marcos para que se presentara en su casa a las once de la noche. Antes de que llegara el incauto, el encantador y su criado prepararon la escena. Dejaron una lamparilla como única iluminación, quitaron la red de la ventana y forraron al gato con cohetes. A una señal del seudobrujo, el criado prendería los cohetes y abriría la gatera para que saliera el gato.
Don Marcos llegó a la hora convenida, pagó ciento cincuenta reales reunidos a base de pedir prestado y se sentó en una silla frente a la ventana. Y comenzó la función: el encantador se vistió de negro, cogió un libro de hechizos y una vara, hizo un cerco en el suelo y se metió dentro. A su lado había un brasero que avivaba echando una poción mágica que en realidad era una mezcla de sal, azufre y pimienta. Decía algunas palabras raras para invocar al demonio Calquimorro, y como este no aparecía, golpeaba el suelo con la vara, volvía a avivar el brasero y simulaba leer palabras raras en el libro.
Cuando ya llevaba varias invocaciones fallidas y don Marcos estaba al borde de la asfixia por el humo que echaba el brasero, dio la señal al criado para que prendiera los cohetes y soltara al gato. El animal salió despavorido, pues estaba achicharrándose, y dando bufidos fue a saltar por la ventana dándose de bruces con don Marcos y quemándole la barba, el pelo y la cara. Este empezó a dar voces, en parte por el susto y en parte por el dolor, y cayó al suelo desmayado sin escuchar lo que había ido a saber: que encontraría a los fugitivos en Granada.
Lógicamente, el escándalo que se montó, con don Marcos chillando en la casa y el gato dando saltos en la calle lleno de fuego, llamó la atención de vecinos y alguaciles, que acudieron prestos a casa de Marcela, donde hallaron a esta y al seudobrujo echando agua a don Marcos para que despertase. Como no había forma de que volviese en sí, lo tumbaron en la cama y lo dejaron al cuidado de Marcela y de dos guardas, llevándose preso al hechicero y al criado bajo la acusación de hombre muerto en su casa.
Al día siguiente don Marcos volvió en sí y se celebró un juicio rápido para esclarecer los sucesos de la noche anterior. Don Marcos seguía creyendo que había visto a todos los demonios del infierno, pero el embaucador contó la verdad, versión confirmada por el criado y Marcela y reforzada por el cadáver del demonio, o sea, del gato, que había sido encontrado en la calle. Además, se requisaron tres libros que había en la vivienda, y al señalar don Marcos el libro de conjuros usado por el encantador resultó que era el Amadís de Gaula, sólo que una edición tan vieja, que la mayor parte del texto se había borrado.
Amadís de Gaula fue el remate para que los jueces se partiesen de risa y a don Marcos le entraran ganas de matar. Los dejaron a todos libres y a él le aconsejaron no creerse la primera milonga que le contaran, que ya tenía una edad para creer según qué cosas. En fin, que don Marcos volvió al palacio, donde el cartero le entregó una misiva que rezaba tal que así:
V. m., señor, no comiendo sino como hasta aquí, ni tratando con más ventaja que siempre hizo a sus criados, y como ya sabe, la media libra de vaca, un cuarto de pan y otros dos de ración al que sirve y limpia la estrecha vasija en que hace sus necesidades, vuelva a juntar otros seis mil ducados y luego me avise, que vendré de mil amores a hacer con v. m. vida maridable; que bien lo merece marido tan aprovechado. Doña Isidora Venganza.Fragmento de «El castigo de la miseria»
Tras leer la nota, a don Marcos le dio un patatús que le mandó al otro barrio unos días más tarde. Demasiadas emociones juntas para procesarlas de golpe. ¿Y qué fue de los fugitivos?
Doña Isidora, Agustín e Inés llegaron a Barcelona con la intención de embarcar rumbo a Nápoles. Pero los jóvenes decidieron que tres son multitud y una noche se fugaron con lo robado mientras doña Isidora dormía. En Nápoles él se alistó como soldado e Inés ejerció de cortesana (lo que hoy llamaríamos una prostituta de lujo). Doña Isidora regresó a Madrid y pasó el resto de sus días mendigando.
Personajes de El castigo de la miseria
– Don Marcos. El protagonista de la historia es un navarro que aterriza en Madrid en busca de fortuna, ya que en su tierra no encuentra forma de salir de la pobreza. Tiene un padre del que sabemos que es muy anciano, pero que debió quedarse en Navarra y nunca más se supo. Su difunta madre debió morir poco después del parto «de un repentino dolor de costado», pues cuando don Marcos tiene doce años hace «casi los mismos» que ella se fue.
El afán principal de don Marcos es tener dinero. Esto es entendible teniendo en cuenta su pasado. Su empleo en palacio no le reporta ingresos suficientes para dejar de vivir precariamente y él no puede aspirar a otro empleo, así que toma la decisión de ahorrar todo lo que pueda para prosperar económicamente. Y lo consigue, pero digamos que don Marcos prospera a costa de los demás, convirtiéndose en el típico gorrón que todos hemos conocido alguna vez.
En los dieciocho años que transcurren desde su llegada a Madrid hasta su muerte, don Marcos sólo obtiene placer viendo crecer la bolsa de sus ahorros, y no duda en aprovecharse de otros o robar para evitar el gasto. No se casa por lo mismo, porque el matrimonio le supondría un gasto, y sólo accede a cambiar su estado civil cuando da con una supuesta ricachona de la que puede hacer negocio. En este punto se asemeja un poco al Campuzano de El casamiento engañoso. Y la jugada le sale igual de mal.
Cuando los novios se reúnen con el notario, el narrador nos dice que don Marcos no tiene malicia, por eso da por buena la dote que dice aportar doña Isidora. Más adelante, cuando se encuentra con Marcela en la calle, insiste en que no es un hombre malicioso y por eso le conmueven las lágrimas de la joven. Honestamente, me cuesta creer que alguien que tiró de picaresca hasta convertir su escuálido sueldo en una cantidad importante fuese tan pánfilo. Más bien la avaricia, y el ir un poco de sobrado, fue lo que hizo que resultara tan fácil engañarle.
Hoy día diríamos que el karma jugó su papel: la avaricia lleva a don Marcos a perder sus ahorros y sus pocas posesiones (básicamente, ropa y una cadena de doscientos escudos). No sólo eso, queda endeudado por los gastos contraídos con la boda y se endeuda aún más cuando, presa de la desesperación, cae en la trampa de otro estafador, el supuesto hechicero. Y es que a veces parece que las cosas no pueden ir a peor, pero no, te equivocas. Sí que pueden hacerlo.
Al final de la historia tenemos a un don Marcos doblemente estafado y ridiculizado. Se ríen de él hasta los jueces por su credulidad. Esto ya no puede soportarlo, le da una calentura y muere. Es tan pobre la descripción de su final, que da la impresión de que hasta la autora quería quitarlo ya de enmedio. Una persona que vive por y para el dinero, y al final muere sin disfrutar ni un céntimo de lo que consiguió. Una vida tristísima, si te paras a pensarlo.
– Doña Isidora. Otra que tal. Se rumorea que es viuda, pero lo cierto es que no se ha casado nunca. No sabemos mucho del personaje, más que rondará la sesentena y tiene como amante a un joven que hace pasar por sobrino. Tampoco conocemos a fondo la relación que tiene con sus criadas, si son compinches anteriores o se conocen durante el teatrillo. Lo que sí sabemos, porque se nos dice al final del relato, es que los favores de Agustín se pagan caros, y seguramente por eso se decida a engañar a don Marcos. Porque lo cierto es que seis mil ducados y unos harapos tampoco le solucionaban la vida.
No queda muy claro cuál era su plan inicial porque parece que una de las criadas (Marcela) le sale rebelde y se va antes de lo previsto con parte de lo que debía ser el botín. En sí, le salen rebeldes las dos, porque no parece que entrase en el plan que Agustín acabase con Inés. Vamos, que a esta también le visita el karma. Se fuga con estos dos pensando embarcar en una de las galeras que parten de Barcelona hacia Nápoles, pero un mal día se despierta y ve que se la han jugado. Sola y sin un chavo, regresa a Madrid, donde se ve obligada a mendigar.
La carta que recibe don Marcos (y que le provoca el telele que se lo lleva por delante) está firmada por «Isidora Venganza». El apellido es interesante, porque, junto a la descripción de los comportamientos que don Marcos tuvo con otros, da a entender que no era la primera vez que tenían trato. ¿Se conocían de antes, o sólo se hacía eco de lo que decía medio Madrid? ¿Fue engañada previamente por don Marcos? ¿Escribió la carta otra persona aprovechando la circunstancia? Nos quedamos con la duda. Lo último que sabemos de doña Isidora es que ella misma contó la historia a Juan -el narrador- y éste decide replicarla para que quien la escuche escarmiente en cabeza ajena.
– Agustín. También llamado Agustinico, es el mantenido de doña Isidora, oficialmente, su sobrino. Su papel en la historia es apaciguar a don Marcos cada vez que se cabrea, jugar en las timbas y retozar alegremente con Inés, que ocupa la vacante de doña Isidora una vez se celebra el supuesto matrimonio. La verdad es que lleva una vida relajada. Tras dar el palo a doña Isidora en Barcelona escapa a Nápoles con Inés. Él se hace soldado, pero en realidad sigue siendo un mantenido, esta vez de su nueva amante.
– Inés. Una de las criadas de doña Isidora. A la chica le gusta Agustín, y cuando este le pide que vaya a dormir con él la primera noche que don Marcos pasa en la casa, ella accede encantada y, en lo sucesivo, ocupa en la cama del chico el hueco dejado por doña Isidora. Mientras dura el paripé hace las veces de criada fiel. Cuando estalla todo, se marcha a Nápoles con Agustín. Como sabe que el cariño del chaval es voluble y se paga caro, se mete a cortesana, lo que le reporta los ingresos necesarios para mantenerlo.
– Marcela. La otra criada. Canta muy bien y tiene a don Marcos embelesado con sus versos, pero la primera noche que el hombre duerme en la casa les da el palo y se va. Extrañamente, no toca los seis mil ducados y se conforma con la cadena de don Marcos y las alhajas de doña Isidora. Cuando se encuentra con don Marcos en la calle Mayor, le dice que fue un hurto por encargo y dio todo lo robado a doña Isidora, pero probablemente quiso cobrarse su parte antes de que los otros pusieran tierra de por medio.
Esta muchacha tiene un lío, o romance, o… bueno, una relación indeterminada con un estafador. Y aprovecha la desesperación de don Marcos para conseguirle un cliente al novio, con el pretexto de averiguar el paradero de doña Isidora. Aunque casi matan a don Marcos de un infarto, el negocio al final les sale bien, ya que la justicia les exime al considerar que el culpable final es don Marcos, por crédulo.
Otros personajes.
– El hechicero. O encantador, o brujo… El estafador, vaya, el novio de Marcela. Como Agustinico, pero currándoselo un poco más. Vive en casa de Marcela, con quien parece estar amancebado. Aparte de la invocación demoníaca, no tiene más papel en la historia.
– El celestino. Yo le llamo así porque no tiene nombre y de algún modo hay que llamarle. Es otro espabilado, otro pícaro, al que paga doña Isidora para engatusar a don Marcos, a quien debe convencer para casarse.
– El notario. Cuando se presenta en la casa el narrador ya dice que no tiene pinta de notario, y efectivamente, no lo es. Doña Isidora le paga para que se haga pasar por escribano y formalice la relación.