El barril de amontillado (Edgar Allan Poe)

El barril de amontillado (también conocido como El tonel de amontillado y cuyo título original es The Cask of Amontillado) es un cuento de Edgar Allan Poe publicado por primera vez en noviembre de 1846. El relato, que originalmente apareció en la revista mensual Godey’s Lady’s Book, fue traducido por Julio Cortázar e incluido en la antología Obras en Prosa. Cuentos de Edgar Allan Poe de 1956. También se incluye en algunas ediciones de las conocidas como Narraciones extraordinarias.

El barril de amontillado es un cuento corto narrado en primera persona por Montresor, un aristócrata enófilo que se vale de su afición para vengarse de los agravios proferidos contra él por Fortunato (nombre no exento de ironía, ya que su destino no es precisamente afortunado). Como son carnavales, Fortunato se ha vestido de bufón y lleva también el típico gorro con cascabeles. El sonido del cascabel es lo último que Montresor escucha de Fortunato.

En un momento del cuento, la víctima pregunta a Montresor por su escudo de armas familiar. Este responde que es «un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón». La serpiente de cascabel mueve su cola cuando percibe el peligro y así sucede con el gorro de Fortunato, que ha descubierto demasiado tarde las intenciones de Montresor. Ya no da señales de vida, pero el tintineo de los cascabeles informa a su asesino del terror que siente su oponente. Y esto, para alguien de su condición, es más valioso que la muerte instantánea de su víctima.

El barril de amontillado es un corto, pero magnífico relato de Edgar Allan Poe. Eso sí, te tiene que gustar el género de terror gótico.

El barril de amontillado. Resumen

Montresor rememora cómo ejecutó, cincuenta años atrás, su venganza personal contra Fortunato, quien merecía un ejemplar castigo por los agravios vertidos sobre él. Recuerda que la venganza es un plato que se sirve frío, pero debe ser minuciosamente planeada para garantizar dos cosas: la impunidad del vengador y que éste pueda dar a conocer sus intenciones a la víctima sin que se desbarate el plan. Sin ese punto de sadismo, la venganza no sabe igual.

Situémonos en cualquier lugar de Italia los últimos días de algún carnaval de -presumiblemente- finales del siglo XVIII. Montresor comunicó a sus criados que iba a salir y no volvería hasta la mañana siguiente. Les ordenó permanecer en la casa y luego marchó, seguro de que ellos desobedecerían su orden. Genial, eso era justo lo que quería, tener la casa vacía para ejecutar su plan libre de molestos testigos.

En las animadas calles se encontró con Fortunato, ataviado con un disfraz de bufón y con una melopea de tres pares. Se saludaron efusivamente y Montresor dijo haber comprado un barril de amontillado a buen precio, aunque albergaba dudas de que realmente fuera amontillado. Fortunato, que pasaba por ser un gran conocedor de vinos, lo puso en duda. Montresor hubiese querido que Fortunato probara el vino antes de comprarlo, pero no había podido localizarlo y ahora le sabía mal apartarlo de la fiesta. Mejor buscaría la opinión de Lucresi.

Al oír el nombre de Lucresi, Fortunato se picó. Lucresi no sabría distinguir el vino, así que tendría que probarlo él, y ese era tan buen momento como otro para degustar un amontillado. Cogió por el brazo a Montresor (que cubrió su rostro con un antifaz y se envolvió en su capa) y pusieron rumbo a la bodega de este.

Tal como había previsto Montresor, la casa estaba vacía, así que cogió dos antorchas y bajaron a la bodega, una cripta lúgubre y enorme donde guardaba su colección de caldos. Los muros eran esqueletos apilados, pero esto no amilanó a Fortunato, que, pese a la fuerte tos que le provocaba la humedad del ambiente, quería a toda costa probar el amontillado, que estaba en un barril al fondo de la cripta.

Para suavizar la tos de su invitado y asegurar su ebriedad, durante el camino Montresor abrió (no descorchó, las abrió rompiéndoles el cuello) una botella de Medoc y otra de De Grâve que Fortunato bebió casi en su totalidad. Al vaciar el De Grâve, Fortunato lanzó la botella al aire mientras gesticulaba de forma extraña. Él pensaba que Montresor era masón. De haberlo sido, habría comprendido sus gestos. Ante la insistencia de Montresor en afirmar que sí pertenecía «a la hermandad», Fortunato le pidió que hiciese algún signo. Entonces, Montresor abrió un poco su capa y le mostró una paleta de albañil que llevaba encima.

Fortunato no entendió a santo de qué su colega llevaba una paleta encima, pero, en realidad, tampoco le importaba demasiado. Su única obsesión era probar el amontillado. Así que siguieron caminando hasta llegar al fondo de la cripta, que estaba en un lugar profundo y apenas tenía ventilación. Las antorchas dejaron de alumbrar y con esfuerzo mantenían una mínima llama.

El fondo de la cripta era una especie de nicho de cuatro pies de fondo. Frente al nicho se veían, amontonados, parte de los cadáveres que cubrían las paredes y que la humedad tiró al suelo. El fondo del nicho era una pared de roca en la que había dos argollas de hierro. De una colgaba una cadena corta, y de la otra, un candado. Como no se veía nada, Fortunato pensó que el camino seguía, y Montresor le animó a saltar los cadáveres y continuar el camino, pues el barril de amontillado estaba cerca, a unos pocos metros.

Fortunato entró en el nicho y no tardó en darse de bruces contra la piedra. La cantidad de alcohol que llevaba encima no le permitía pensar con claridad, pues en tal caso habría entendido que allí ni había camino, ni barril de amontillado, ni nada. Se quedó como atontado, circunstancia que Montresor aprovechó para entrar al nicho y encadenarle a la piedra.

Aún pensaba en el amontillado cuando Montresor abandonó el nicho con la llave del candado y apartó los cadáveres del suelo. Bajo los esqueletos se escondían un montón de bloques de piedra y cemento con los que empezó a tapiar la entrada. Mientras rellenaba hileras, desde dentro se escuchó algún quejido, un violento ruido de cadenas (sin duda, Fortunato intentó zafarse), gritos, lamentos e incluso intercambiaron algunas palabras.

Un buen rato después, once hileras de bloques tapaban la entrada del nicho. Antes de fijar la última piedra, Montresor escuchó una risa extraña, como si fuese de otra persona. Pero no, era Fortunato, que quería creer que se trataba de una broma macabra. No tardó en darse cuenta de su error. Montresor, al ver que el desdichado no respondía, tiró una antorcha al interior. Pero sólo escuchó el tintinear de los cascabeles del gorro bufonesco de Fortunato.

Montresor se apresuró a colocar la última piedra y cubrir de nuevo la pared apilando cadáveres contra ella. Que medio siglo después su obra siguiese intacta y él no hubiese sido acusado por la desaparición de Fortunato, indica que, efectivamente, planeó la venganza perfecta.

Personajes de El barril de amontillado

– Montresor. Es el narrador de la historia, un individuo vengativo y meticuloso que planea y ejecuta la cruel venganza contra Fortunato, quien le ha ofendido, pero no sabemos de qué forma. Pertenece a la familia de los Montresor, una larga estirpe de vengadores a juzgar por la cantidad de cadáveres que se amontonan en la bodega.

Cuando Montresor cuenta la historia ha pasado medio siglo. Ignoramos su edad en aquel momento, pero podemos inferir que no era un jovenzuelo. Es posible que Montresor, en las postrimerías de su vida, sienta la necesidad de confesar su crimen. Más que por arrepentimiento, porque es algo de lo que se siente orgulloso: en tantos años nadie sospechó de él ni descubrió el niño donde descansa Fortunato, es el crimen perfecto. Pero, ¿de qué sirve ser un gran estratega si nadie lo aprecia?

Montresor conoce perfectamente qué resortes tocar para que la gente haga exactamente lo que él quiere. Lo demuestra con el servicio, a quien da orden de no salir de la casa hasta que él vuelva al día siguiente. Sabe que desobedecerán sus órdenes y eso le brinda una gran coartada: los criados no admitirán su desobediencia, y, si alguien pregunta, simplemente dirán que nadie fue por allí. Y vuelve a demostrarlo con Fortunato, a quien manipula hábilmente para que se coloque justo donde él necesita.

Como él mismo reconoce a Fortunato, es una persona infeliz. Tal vez esa infelicidad le haya vuelto frío, calculador, cobarde e insensible. Cobarde, porque en otros tiempos el honor se hubiera dirimido en un duelo donde ambos tendrían, si no las mismas, sí una mínima posibilidad de defensa. Pero él no se atreve a batirse en duelo y no va de frente, sino que se vale de engaños.

Un último ejemplo de la insensibilidad extrema de Montresor está al final del cuento, cuando interrumpe la construcción de la tapia para sentarse sobre el montón de esqueletos a escuchar los alaridos de su víctima. Cuando se cansa, él mismo empieza a replicarlos hasta que Fortunato se calla. O sea, se burla del infeliz a quien, sin embargo, necesita estar escuchando, por eso lo llama antes de afianzar la última piedra.

En conclusión, el personaje de Montresor es una genial descripción de lo que hoy día conocemos como un psicópata.

– Fortunato. Sabemos que es una persona rica, admirada, respetada y querida. «Eres feliz, como en un tiempo lo fui yo», le dice Montresor. Fortunato -que pertenece a la masonería- se jacta de ser un gran conocedor de vinos, y esta afición, junto a su ego desmedido, será la que le proporcione el pasaje al más allá.

En efecto, Fortunato disfruta de la velada de carnaval cuando Montresor le habla del supuesto barril de amontillado. A partir de aquí, se obsesiona con probarlo. Quiere demostrar dos cosas: que Montresor está equivocado y ha sido fácil engañarle, y que él es mejor enólogo que Lucresi. Por eso, y por la cogorza que lleva encima, no es capaz de ver las señales del desastre. En el fondo es fácil de manipular, y Montresor sabe que unos tragos y picarle en su amor propio le llevarán al lugar necesario para ejecutar su venganza.

Fortunato no parece sorprenderse por los montones de esqueletos que cubren las paredes de la bodega, ni advierte el peligro cuando pide a Montresor recordarle el lema de su familia: Nemo me impune lacessit (Nadie me provoca impunemente). El único momento en el que parece advertir algo raro es cuando Montresor, a petición suya, le enseña la paleta de albañil que lleva bajo la capa como prueba de su supuesta pertenencia a la masonería. Otra cosa rara es que no se extraña de tener que caminar tanto para llegar hasta un barril recién comprado de contenido dudoso.

Montresor dice que, al empezar a construir la tapia, escucha un «quejido profundo que venía de lo hondo del nicho. No era el grito de un borracho». Quizá Fortunato no está tan borracho como parece, o por fin, aunque tarde, se ha dado cuenta de lo que sucede. Intenta zafarse en balde, y cuando está a punto de ser sepultado por completo, cambia de estrategia. Le dice a Montresor que ha sido una excelente broma, pero es momento de acabarla, ya que hay gente esperándole, entre ellos, su esposa. Pero está claro que Fortunato no volverá a ver la luz del sol.

– Lucresi. Es un personaje fantasma. Se le nombra, pero no tiene presencia real en la historia. Por la reacción de Fortunato sabemos que son adversarios, ya que el malogrado no soporta que la opinión de Lucresi se valore en la misma medida que la suya. Sirve de cebo para que Fortunato vaya por su propio pie hasta el nicho donde será enterrado vivo.

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