Aventurarse perdiendo (María de Zayas)
Aventurarse perdiendo es una novela corta de María de Zayas y Sotomayor. Se trata de la Novela Primera del libro Novelas Amorosas y Ejemplares que la autora publicó en 1637.
La estructura de las Novelas Amorosas y Ejemplares es la narración enmarcada. Es decir, hay un relato dentro del relato que unifica el conjunto, ya que las historias son independientes entre ellas. Por tanto, hay que distinguir dos grupos de personajes, los del libro en sí (Lisis y sus invitados, que empiezan y cierran cada capítulo), y los de cada una de las maravillas. Las «maravillas» son las novelas, porque, como se explica en la introducción, «con este nombre quiso desempalagar al vulgo del de novelas: título tan enfadoso que ya en todas partes le aborrecen».
Durante cinco noches los invitados de Lisis cuentan una maravilla al resto, a razón de dos por velada. Lisarda inaugura el cuentacuentos con Aventurarse perdiendo, título que le viene al pelo, pues como explica Lisarda: «para ser una mujer desdichada, cuando su estrella la inclina a serlo no bastan ejemplos ni escarmientos».
He de decir que Aventurarse perdiendo a mí me recuerda a Las dos doncellas de Miguel de Cervantes (que también es una novela ejemplar), pues veo varios paralelismos. El primero, la mujer con atuendo varonil que simula ser un hombre, y que sin hacerse mucho de rogar cuenta sus penas al primero que pasa (aquí Fabio, allí Rafael), a quien previamente no le ha costado saber que se trata de una mujer. En ambas historias las mujeres viajan buscando a un hombre que se ha burlado de ellas e incluso se repite el episodio del robo en mitad del monte. También coincide el escenario: Barcelona. Si te animas a leer las dos historias seguro que encuentras algunas coincidencias más.
Resumen de Aventurarse perdiendo
Fabio era un noble madrileño que pasaba unos días en el monasterio de Montserrat. Un día, mientras descansaba de uno de sus paseos por la montaña del mismo nombre, escuchó una voz que cantaba una tonada de desamor cuyo protagonista era un tal Celio. Intrigado, dirigió sus pasos al lugar del que procedía la voz para conocer al desdichado, que resultó ser un joven pastor.
Pero algo no cuadraba, porque el pastor no tenía rastro de barba. Y efectivamente, no era zagal, sino zagala. Su nombre era Jacinta, y era una mujer andaluza, de cuna noble y acaudalada. Viéndose descubierta, se prestó a contarle a Fabio la causa de su desdicha.
Años atrás vivía la joven Jacinta junto a su padre y hermano (pues era huérfana de madre) en Baeza. A los dieciséis años tuvo un sueño. O pesadilla, según se mire. Iba ella por el bosque cuando se cruzó con un enmascarado. Aun con máscara, el desconocido le gustó, así que le desenmascaró. Y apenas vio su rostro cuando el hombre le clavó una daga en el corazón. Jacinta se despertó al punto, pero no pudo olvidar ni el sueño, ni la cara del hombre.
El desconocido se convirtió en obsesión. Allá donde veía un mozo buscaba la cara del sueño. Estaba tan ofuscada que cayó en una depresión. Hasta le compuso versos. Era en balde conocer a otros jóvenes, pues Jacinta sólo quería al enmascarado. Y al final pasó lo mismo que cuando pierdes algo, que lo buscas y lo buscas, y lo tienes al lado. Un día estaba ella asomada al balcón y vio pasar a un joven. Este la miró y ella reconoció al hombre del sueño. Se llamaba Félix Ponce de León, acababa de volver de Flandes, y, para más inri, era vecino suyo y hermano de su amiga Isabel.
Como pasa a menudo en estas historias, don Félix vio a Jacinta y se enamoró perdidamente de ella, y ahí mismo dijo que «tal joya será mía, o yo perderé la vida». Y Jacinta, que por vergüenza no le dijo que el sueño ya le había hecho el trabajo, rogó al cielo que le diese ocasión de tratar al joven y comprobar si hablaba en serio o era un donjuán. Y ocasiones tuvo, pues ser amiga de Isabel le facilitó las cosas.
Por hacer el cuento corto: Jacinta y Félix empezaron a intimar. O sea, a verse a través de la reja de la ventana, como se estilaba antes. Don Félix sobornó a Sarabia -un criado del padre de Jacinta- para que les prestase su alcoba, que tenía ventana de reja ancha por la que pasar las manos. Y todo iba bien hasta que apareció doña Adriana, una prima de don Félix que se enamoró locamente del joven. En balde, porque don Félix sólo tenía ojos para Jacinta.
Total, que Adriana cogió una depresión profunda, y su madre, muy preocupada, intentó convencer a don Félix de que se casara con ella. El muchacho no dijo ni que sí ni que no y dejó la decisión en manos de su padre. Pero, preocupado por su prima, dejó de visitar a Jacinta para pasar tiempo con ella, que paulatinamente mejoró de sus males.
Mientras, Jacinta se subía por las paredes. Don Félix quiso templar los ánimos y sobornó a Sarabia para que le dejase entrar en la casa. Jacinta le dijo de todo, y el joven, temeroso de perderla, le prometió obediencia. Reiteró su deseo de casarse con ella y Jacinta, por aquello de tenerlo más seguro, decidió que no era mala idea trabar conocimiento carnal. Desde esa noche lo consideró su esposo, y él habló con su prima y le dijo que se olvidara de casorios, que no podía ser. Doña Adriana, despechada, escribió una carta al padre de Jacinta contándole la historia. Luego se suicidó tomando solimán.
La noche tras el entierro de doña Adriana, don Félix y Jacinta se encontraron en la alcoba de Sarabia, ignorantes de que el padre había recibido la misiva y estaba al quite. El hombre se despertó de madrugada, vio vacío el cuarto de su hija y bajó las escaleras a todo correr. Pero Sarabia estaba atento y pudo sacar a los enamorados de la casa antes de que la sangre llegara al río. Ya en la calle, don Félix decidió que, para seguridad de Jacinta, lo mejor era llevarla al convento donde estaban sus tías. Y allá que se fueron los tres.
Jacinta se instaló con las monjas y don Félix y Sarabia en un cuarto aparte, esperando que al padre de la moza se le pasara el cabreo para pedir su mano. Don Félix sabía que su padre veía bien el matrimonio, pues no había mejor partido en todo Baeza, pero los familiares de la chica sólo veían que les había deshonrado. El padre y hermano de Jacinta hicieron guardia frente al convento al tiempo que ponían espías a seguir a don Félix. Y una noche que el joven salió para visitar a su progenitor, lo encontraron. Allí mismo se batieron en duelo y resultó muerto el hermano.
De esto se enteró Jacinta al día siguiente, cuando doña Isabel fue a visitarla envuelta en un mar de lágrimas. Estaba enamorada del ya difunto hermano y abrigaba la esperanza de casarse con él, mas no pudo ser. Por su parte, don Félix huyó a Barcelona y de allí pasó a Nápoles y Flandes, ausentándose el tiempo necesario para burlar a la justicia y que se calmasen las aguas.
Don Félix escribió varias cartas a Jacinta que no tuvieron respuesta porque el padre evitó que llegaran a manos de su hija. En su lugar, mandó al padre de don Félix una falsa comunicación oficial que informaba de la muerte del joven. Jacinta, al conocer la noticia, decidió tomar los hábitos, haciendo lo propio doña Isabel. Don Félix, que obviamente estaba vivo y coleando, se enfadó mucho cuando al volver a Nápoles vio que Jacinta no le había escrito ni un par de líneas. Despechado, volvió a Flandes y se dio a la vida alegre.
Pasaron los años y murió el padre de Jacinta, dejándole cuatro mil ducados de herencia. Tiempo después, don Félix se presentó en el convento. Jacinta, al verlo, se desmayó durante tres días. Cuando volvió en sí, tras llorar y aclarar malentendidos, acordaron enviar a Sarabia a Roma a pedir la dispensa papal que les permitiera casarse, pues siendo Jacinta monja lo tenían complicado. La cosa les salió cara. Tuvieron que viajar a Roma y desembolsar cuatro mil ducados por la dispensa y otros dos mil al Hospital Real de España en Roma para que les casaran. Y encima, con condiciones. No podrían tener relaciones íntimas el primer año.
Los recién casados pasaron un tiempo en Roma y Nápoles antes de volver a España. Hicieron escala en Madrid, donde Jacinta quedó en casa de una pariente de don Félix mientras él marchaba a la Mamora a cumplir con sus compromisos militares. Quedaban por delante siete meses de abstinencia, tras los cuales don Félix prometió a su esposa que estarían juntos. Mientras tanto, él tenía que hacer méritos para tener un buen destino en Baeza al volver.
Cuatro meses después, Jacinta tuvo una pesadilla. Soñó que recibía una carta y un paquete de su esposo. Al abrir la caja pensando que hallaría joyas, lo que halló fue la cabeza de don Félix. El sueño, una vez más, se hizo realidad. Días después, Sarabia comunicó a Jacinta la muerte de don Félix Ponce de León en un accidente marítimo, sumiendo a la mujer en una depresión que le duraría tres años.
A pesar de los ruegos de su suegro y cuñada, Jacinta prefirió quedarse en Madrid en compañía de las parientes de don Félix, una mujer viuda y su hija, Guiomar. Gracias a esta conoció a Celio, un mancebo que visitaba regularmente la casa y era tan hábil en el arte de los versos como Jacinta, a quien gustaba desafiar. Gracias a Celio la depresión de Jacinta desapareció. No sólo eso, sino que se enamoró y quiso casarse con él. Pero Celio declinó la oferta revelando su vocación religiosa. Que aunque en el presente era todo un donjuán, su futuro era ordenarse sacerdote.
Jacinta no aceptó la respuesta. Sus celos se dispararon, y, cuando seis o siete meses después Celio marchó a Salamanca y llegaron rumores de que estaba de amoríos, determinó viajar a la Ciudad Sabia con el propósito de reconquistarle o quitarse la vida. Partió a Salamanca escoltada por un amigo de doña Guiomar, pero este tomó dirección Barcelona, y cuando estaban a punto de llegar, mientras atravesaban un monte, le robó todo lo que llevaba encima y desapareció.
Como pudo, Jacinta llegó hasta Barcelona y vendió por diez ducados una sortija que pudo conservar. Compró ropas de pastor y fue a Montserrat a pedir el favor de la Moreneta. En el monasterio pidió comida a los frailes, y estos, pensando que era un zagal, le propusieron pastorear. Y a Jacinta le pareció buena idea, pues allí ni Celio ni nadie tendría noticias suyas y ella podría llorar a gusto sus penas. Y esa fue la historia que contó a Fabio.
Entonces, Fabio habló. Resultó ser un amigo de Celio a quien Jacinta conocía de oídas, pues alguna vez le mencionó. Fabio le explicó que Celio, a pesar de sus defectos, la apreciaba y respetaba, pero su naturaleza ingrata lo llevaba a no corresponder a sus sentimientos. Advirtió a Jacinta sobre la inutilidad de seguir esperando algo de Celio, ya que su condición y su decisión de seguir la vida religiosa anulaban cualquier opción de matrimonio. Además, le recordó la importancia de su reputación, así como las consecuencias negativas que tendría seguir persiguiendo a Celio.
Jacinta volvió a Madrid con ayuda de Fabio y fue a vivir a un monasterio. No quiso retomar los hábitos porque Dios merecía dedicación exclusiva y su corazón no era del Altísimo, sino de Celio. Por la misma razón tampoco quería volver a enamorarse. Fue de don Félix hasta que murió, y sería de Celio hasta que muriese ella. En el monasterio contó con la compañía de doña Guiomar, pues la madre, antes de fallecer, encargó a Jacinta que velase por su hija hasta que se casara. Y por doña Guiomar fue que Lisarda conoció la historia que acababa de contar.
Personajes de Aventurarse perdiendo
– Jacinta. La protagonista del cuento. Jacinta es una mujer apasionada. Si se enamora lo hace de verdad, hasta las últimas consecuencias, y no le importa lo que tenga que pasar con tal de estar junto al hombre elegido. Escapar de casa, romper con su familia y huir del pueblo es un precio asumible si la recompensa es casarse con su amado, igual que es asumible viajar con un desconocido a una ciudad extraña si así puede recuperar a su pretendido. No es una persona reflexiva, menos aún cuando los celos aparecen y el objetivo es retener al amado a cualquier precio.
Antes de encontrarse con don Félix y de conocer a Celio, Jacinta pasa por dos profundas depresiones. Es decir, también es una mujer sufrida, que experimenta la pena y la angustia con la misma intensidad que la alegría y el amor. Cuando la mala fortuna le lleva a Barcelona, se castiga a sí misma condenándose a la soledad de Montserrat, al tiempo que se niega la posibilidad de volver a enamorarse haciéndose pasar por hombre.
– Fabio. Noble madrileño, amigo de Celio. Casualmente encuentra a Jacinta durante una visita al monasterio de Montserrat. Enterado de su aflicción, le da consuelo y presta su ayuda desinteresadamente para que vuelva a Madrid. En tanto que conoce a Celio, Fabio sabe que las ilusiones de Jacinta respecto a él son en balde, por lo que la disuade de seguir intentando un acercamiento amoroso.
– Don Félix Ponce de León. Al principio de la historia tiene veinticuatro años. Es de Baeza y vecino de Jacinta, que no lo vincula con el hombre de su sueño porque lleva años en Flandes. Don Félix y Jacinta empiezan una relación no exenta de problemas que culmina en matrimonio. Sin embargo, la relación entre ambos no tiene un final feliz. Él muere a los treinta y cuatro años durante una expedición militar a Marruecos.
– Doña Isabel. Hermana de don Félix y amiga de Jacinta. Posibilita el primer encuentro entre ambos al invitar a Jacinta a su casa con motivo del regreso de su hermano. Posteriormente actúa de intermediaria entre ellos. Doña Isabel está enamorada del hermano de Jacinta, a quien mata don Félix, así que cuando Jacinta decide tomar los hábitos, ella también se mete a monja. Actúa de testaferro de Jacinta al huir esta del convento.
– Doña Adriana. Prima de don Félix. Se enamora de su primo y hace todo lo posible para prometerse con él, obteniendo una respuesta negativa por parte del joven. Cuando don Félix le cuenta que ha intimado físicamente con Jacinta, envía una carta al padre de su oponente contándole la situación de deshonra en que se encuentra. Luego se suicida tomando solimán.
– Sarabia. Criado del padre de Jacinta, ayuda a esta en su relación con don Félix cediéndole su alcoba para que puedan hablar cada noche. Cuando el padre de Jacinta descubre el pastel, Sarabia saca a los jóvenes de la casa y huye con ellos. Se gana la confianza de don Félix, a quien acompaña a Flandes y de quien recibe el encargo de viajar a Roma a pedir la dispensa papal que le permita casarse con Jacinta. Al partir don Félix a la Mamora, le acompaña, siendo testigo del accidente que acaba con su vida y contándoselo luego a Jacinta, quien, renunciando a volver a Baeza, decide nombrarlo testaferro de su hacienda.
– Doña Guiomar. Pariente de don Félix. Doña Guiomar vive con su madre en Madrid. Ambas reciben el encargo de don Félix de acoger y cuidar a Jacinta mientras él cumple sus compromisos militares en Marruecos. Es doña Guiomar quien introduce a Celio en la vida de Jacinta, pues son amigos y él va con frecuencia a visitarla. Cuando Celio marcha a Salamanca y Jacinta decide seguirlo, también es doña Guiomar quien le pone en contacto con otro amigo que resulta ser un delincuente. Al morir su madre, doña Guiomar va a vivir con Jacinta a un monasterio en espera de casarse. Según la narradora, doña Guiomar es quien le cuenta la historia.
– Celio. Amigo de doña Guiomar, cuya casa visita con frecuencia. Dice tener vocación religiosa, pero ejerce de donjuán a tiempo completo, sin revelar sus anhelos místicos hasta que Jacinta se enamora de él y le plantea casarse. De repente todo el afán que puso en conquistarla lo pone en quitársela de encima. Según Fabio, Celio tiene aversión al compromiso, y quizá si Jacinta no hubiese sido tan vehemente no la habría rechazado. Que es partidario de relacionarse, pero cada cual con su vida, vaya. Finalmente, Celio se va a Salamanca para tomar distancia de Jacinta y ahí le perdemos la pista, aunque Fabio deja entrever que se ha ordenado sacerdote.
– Las monjas. Tías de don Félix, se hacen cargo de Jacinta cuando esta escapa de casa de su padre y su sobrino huye a Flandes.
– Padre de Jacinta. Ignoramos su nombre, aunque es noble y tiene buena posición económica. Jacinta lamenta que su padre no hubiese estado más encima de ella, pues en ausencia de la madre era el responsable de salvaguardar su honor y se habrían evitado problemas. Esto lo revela como un padre no excesivamente autoritario que confía en su hija, hasta que se entera de que Jacinta intimó con don Félix y cambian las tornas, ya que han mancillado el honor familiar y quiere restituirlo batiéndose en duelo.
Que no contempla el matrimonio entre los jóvenes queda claro cuando envía la falsa misiva de la muerte de don Félix (quien, además, mata a su hijo). Intuimos que repudia a Jacinta porque ella dice: «A un mes de mi profesión murió mi padre, dexándome heredera de cuatro mil ducados de renta, los cuales no me pudo quitar, por no tener hijos, y ser cristiano, que, aunque tenía enojo, en aquel punto acudió a su obligación».
– Hermano de Jacinta. Sin nombre conocido. No es muy relevante en la historia. Sabemos que existe desde el principio, pero su única intervención es para batirse en duelo con don Félix, que encima lo mata a las primeras de cambio.
– Padre de don Félix. Noble sevillano cuyo nombre ignoramos. De joven debió liarla parda en Sevilla y acabó en Baeza. Es viudo y tiene tres hijos. De la mayor sólo sabemos que se casó en Granada. La pequeña -doña Isabel- vive con él mientras Félix anda pegando trabucazos en Flandes. Al morir su padre lleva a Baeza a sus cuatro hermanas. Dos toman los hábitos, una permanece soltera y la otra es la madre de la desdichada Adriana. Se muestra comprensivo con la relación entre su hijo y Jacinta. De hecho, es la única persona que la visita mientras es monja en el convento.